La hermosísima secuencia de Pentecostés dice que el Espíritu Santo es fuente del mayor consuelo, dulce huésped del Alma, descanso en el esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas. Pero también dice que sin él el hombre queda vacío por dentro.
El Espíritu Santo conforta a quien lo busca, pero no se impone a quien no lo busca, y desde el primer Pentecostés, siempre sorprende, empuja, remueve, rompe, y cambia. Lo cambia todo, lo pone todo patas arriba, para hacer siempre nuevas todas las cosas. Dios es así. Es Él, no se deja hacer, ni encasillar, ni encerrar por nosotros. Como nos dice el Papa Francisco, el Espíritu Santo sopla su aliento como le da la gana, desde donde le da la gana, y hacia donde le da la gana. No lo controla nadie. Es él quién rejuvenece continuamente a la Iglesia.
El Espíritu Santo la “ha armado”, y a lo grande, en este tiempo de la historia de la Iglesia. Nos ha regalado grandes papas santos en los últimos cien años. Nos ha regalado el Concilio Vaticano II para entender al hombre de hoy y para hacernos entender por el hombre de hoy. Nos ha regalado infinidad de nuevos carismas y movimientos. Y nos ha regalado una renovación en el modo de percibirle y de acogerle, también a través de la Renovación Carismática Católica.
Manuel María Bru
fuente Alfa y Omega
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