domingo, 3 de enero de 2021

El Evangelio de la Navidad

Navidad. Esta es una meditación sin fin, siempre inagotablemente rica en temas fundamentales que se refieren a nuestra relación con Dios. Nos despediremos de la celebración del gran acontecimiento navideño tomando para nosotros la ejemplaridad que le es propia, ejemplaridad tal que puede servirnos como revelación del pensamiento divino sobre nuestras cosas; y puede, además, conformar nuestra existencia presente a la forma que sirva mejor para acercarla a la de Dios hecho hombre. El Señor, ya antes de enseñarnos con su palabra, había sido nuestro maestro con el ejemplo de sus obras y con el Evangelio de su aparición entre nosotros en forma humana.

Sólo poner ante nuestra consideración la historia de la vida de Cristo suscita problemas que nunca conseguiremos resolver completamente, pero siempre veremos irradiar de la presencia de Cristo en el mundo tal luz de verdad, tal consuelo de esperanza y de vida que advertiremos que El es la luz del mundo; y que sólo dentro del cono luminoso de doctrina que la «Iglesia nos ofrece sobre El, podemos gozar de su luz y obtener nuestra salvación.

Lo que quiere decir que debemos sentirnos obligados a fijar la mirada de nuestra fe en Cristo Señor, con adhesión total de pensamiento y de vida. Recordemos las palabras finales del prólogo del Evangelio de San Juan: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).

Pero en este punto de nuestra contemplación sobre el Verbo de Dios hecho carne, en vez de encontrar su gloria nos encontramos en el marco de la vida temporal de Jesús, su humillación, su pequeñez, su anonadamiento; no encontramos la exaltación sino la negación de los valores de nuestra vida presente. El pesebre nos lo dice. La humildad de Cristo será nuestra sorpresa. Una humildad que mortifica nuestras expectativas mesiánicas y que nos obliga a modificar e incluso a contraponer la estima de lo que creemos bienes necesarios para nuestra existencia natural. Y esto lo recordamos refiriéndonos a dos virtudes cristianas, es decir, a dos dimensiones negativas características de nuestra presencia en el mundo; queremos decir la humildad y la pobreza.

El que Dios se haya querido manifestar y haya querido convivir con nosotros en humildad absoluta es algo que altera y transforma totalmente nuestros juicios sobre nosotros mismos y sobre nuestra relación con las cosas y con los acontecimientos del mundo. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt11, 29). Y esta postura de humildad afecta profundamente no sólo a las formas exteriores de la vida de Cristo, sino también a las formas esenciales de la vida, de la doctrina y de la misión de Dios hecho hombre. Debemos citar aquí una sentencia conocidísima de San Pablo que contiene la síntesis y nos ofrece la clave para la comprensión de la figura completa de Cristo; es la cita de las palabras relativas a la kénosis de Cristo, es decir, a su anonadamiento para cumplir el designio de nuestra redención, palabras de la Carta de San Pablo a los filipenses (2, 5-11): «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín (codiciable) ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre».

Nuestra meditación se detiene aquí y se hace admiración inmensa. La mortificación de Cristo se convierte en principio y modelo para nuestra exaltación. Esto sobre la humildad del Hombre Dios introducida con su aparición en el mundo; y se pueden hacer observaciones análogas sobre la pobreza de la venida de Cristo entre los hombres. Por todo ello se da un cambio radical en la evaluación de los bienes propios de la esfera natural de la vida presente; este cambio califica al cristianismo en el que la humildad y la pobreza encontrarán expresiones desconocidas en las concepciones naturales del vivir humano, y tendrá como recompensa la conquista sobrenatural del reino de Dios, de la vida nueva prometida a los humildes de corazón y a los pobres de espíritu.

¡Pensémoslo bien! ¡Esto es el Evangelio! (cf. San Agustín, Serm. 30; PL 38, 191-192; p.Giammaria da Spirano, I Fioretti di S. Francesco d’Assisi, Martello, Milán, 1960),

Con nuestra bendición apostólica.
San Pablo VI

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