Vivir la obediencia de Cristo
¡Oh obediencia, que navegas sin esfuerzo y alcanzas sin peligro el puerto de la salvación! ¡Te conformas al Verbo, mi Hijo unigénito! Subes a la barca de la santísima cruz, disponiéndote a sufrir antes que transgredir la obediencia del Verbo o abandonar sus enseñanzas. Haces de la santísima cruz una mesa donde tomas el alimento del alma, permaneciendo en la dilección del prójimo.
Estás ungida con la verdadera humildad y por eso no apeteces las cosas de tu prójimo, que no está conforme con mi voluntad. Eres recta, sin recoveco alguno, porque haces al corazón recto, sin falsedades, ya que ama con naturalidad y sin simulación. ¡Eres una aurora que anuncia la gracia divina! ¡Eres un sol que calienta, porque no te encuentras privada del calor de la caridad! Haces que la tierra fructifique, que las facultades del alma y del cuerpo produzcan un fruto que tiene vida en sí y en el prójimo. Eres encantadora, porque tu rostro no se ha turbado por la cólera o la impaciencia. Estás serena y fuerte, con la gracia que otorga una amable paciencia.
¡Eres grande por tu prolongada perseverancia! Tan grande, que participas del cielo y de la tierra, porque con ella se puede abrir el cielo. Eres una perla escondida y desconocida, pisoteada por el mundo, ya que te presentas como despreciable, sometiéndote a las criaturas. Tan extenso es tu poder, que nadie puede ser tu señor, porque te has librado de la mortal servidumbre de la sensualidad que te privaba de tu dignidad. Eliminando ese enemigo con el desprecio de la voluntad propia, reconquistaste tu libertad.
Santa Catalina de Siena (1347-1380)
terciaria dominica, doctora de la Iglesia, copatrona de Europa
El Diálogo, De la obediencia, 155 (Le dialogue, II, Téqui, 1976), trad. sc©evangelizo.org
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