Así, por medio de esta provechosa paciencia, Dios salva al hombre, preparándolo, con toda humildad, para que guste de la futura dulzura gratífica.
De las conversaciones de un peregrino ruso con su padre espiritual: Para la salvación del alma es necesaria, ante todo, una fe verdadera. La Santa Escritura dice: “sin fe es imposible agradarle a Dios” (Hebreos 11, 6); “El que no crea, se condenará” (Marcos 16, 16). La fe no proviene de nosotros, sino que es un don de Dios. Y la fe, como don espiritual, se da por parte del Espíritu Santo: “Crean y se les dará” (Marcos 11, 24). Los apóstoles no fueron capaces de despertar, en ellos mismos y con sus propias fuerzas, una fe prefecta; por eso, le pidieron a Cristo: “¡Señor, aumenta nuestra fe!” (Lucas 17, 5).
San Juan de Cárpatos dice que cuando llamamos el nombre de Cristo en la oración, diciendo “Señor Jesucristo, ten piedad de mí, pecador”, a cada petición responde la inefable voz de Dios: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Dice también San Juan que, cada vez que oramos, no nos distinguimos en nada de los santos, los piadosos y los mártires, porque —como sostiene también San Juan Crisóstomo— la oración es purificadora, aún siendo pronunciada por nosotros, tan llenos de pecados. Lo mismo dicen los Santos Padres: ninguna oración, absolutamente ninguna, se pierde ante Dios.
El alivio, el calor y la dulzura nos demuestran que Dios nos recompensa y nos consuela por nuestro esfuerzo.
Y la pesadumbre y el remordimiento nos demuestran que Dios nos purifica y fortalece nuestra alma.
Así, por medio de esta provechosa paciencia, Dios salva al hombre, preparándolo, con toda humildad, para que guste de la futura dulzura gratífica.
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