Por ello, ¡ora en la tentación! ¡Aprende a orar! No te digas a ti: no puedo. Di a Dios: Tú puedes. No te digas a ti: sin esto... no puedo estar, no puedo vivir. Di a Dios, dilo alto y siempre y siempre; dilo pacientemente, obstinadamente: ¡sólo sin Ti no puedo estar, ni vivir, ni ser! No digas a la renuncia: tú eres la muerte de mi ser; dile más bien: ¡tú eres la aurora de la verdadera vida que en esta muerte comienza a vivir!
Clama por la firme claridad que no se deja ofuscar cuando la tentación se transfigura en ángel de luz; cuando el hombre que hay en ti y que es todo mentira, sabe colorear con mil razones tu caso, para hacerte creer que no tiene allí aplicación la común ley de Dios; cuando te enhila un sutil y hasta piadoso discurso, para convencerte de que tu situación es excepcional y no hay que medirla con las medidas corrientes.
Ora para estar en forma contra la mística del pecado que ya San Pablo condenó cuando dijo: «¿Habremos de seguir pecando para que sobreabunde la gracia en nosotros? ¡Jamás!» (Rom., 6, 1). La gracia de Dios puede bien levantar al pobre pecador de su caída; ¡ay de aquél que, una vez caído, no quiere creer esto, que no quiere que Dios sea más grande que su propia culpa! Pero, ¡ay de aquél también que, estando en pie, quiere caer para dar a Dios ocasión de volverle a levantar! ¿De dónde sabes que Dios te levantará en efecto? ¡Hay pecados contra el Espíritu Santo que no son perdonados en este mundo ni en el otro! Él que quiere gozar de la salvación a fuerza de caer, no está en verdad lejos de tal pecado. Y hoy acecha a muchos esta tentación. ¡Pide luz en la tentación!
Rahner, Karl, De la necesidad y don de la oración, Ediciones Mensajero, Bilbao, 2004, p. 130.
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