Traducción Benjamín Elcano
Lunes, 21 de abril de 2014 - Fuente Ciudad Redonda
Los relatos bíblicos de la Pasión y Muerte de Jesús centran mucho la atención en su juicio, describiéndolo larga y detalladamente.
Y hay una enorme ironía en la manera como está descrito. Jesús es enjuiciado, pero la historia está escrita de tal modo que, en realidad, todos están sometidos a juicio, excepto Jesús. Las autoridades judías, que se confabularon para su arresto, están sometidas a juicio por su envidia y falta de honradez. Las autoridades romanas, que manejan el poder final sobre esta cuestión, están sometidas a juicio por su ceguera religiosa. Los amigos y coetáneos de Jesús están sometidos a juicio por su debilidad y traición. Aquellos que desafían a Jesús a que invoque el poder divino y baje de la cruz están sometidos a juicio por su superficial fe. Y, no menos, todos nosotros estamos sometidos a juicio por nuestra propia debilidad, envidia, ceguera religiosa y superficial fe. El acta del juicio de Jesús está escrita como una relación de nuestras propias traiciones.
Recientemente, la Iglesia ha tratado de ayudarnos a comprender esto de la manera como ha proclamado la Pasión el Domingo de Ramos y el Viernes Santo. En muchas iglesias, hoy, cuando se lee la Pasión, la narración se rompe de tal manera que un narrador proclama el texto general, otra persona se encarga de la parte de Jesús, otros varios toman las partes de la gente que habló durante su arresto y juicio, y a la asamblea en su conjunto se le pide que proclame en voz alta las partes que fueron expresadas por la multitud. Esto no podría ser más apropiado, porque una asamblea en cualquier iglesia cristiana, hoy -y nosotros, como miembros individuales de esas asambleas en nuestras acciones y en nuestras palabras-, de incontables maneras, imitamos perfectamente las acciones y palabras de los coetáneos de Jesús en sus debilidades, traiciones, sospechas desconfiadas, envidias, ceguera religiosa y falsa fe. Nosotros también acusamos a Jesús incontables veces por el modo como vivimos.
Por ejemplo, así es como lo hacemos en nuestras palabras: En el relato de Mateo sobre el juicio de Jesús, en cierto momento de ese juicio, Poncio Pilato sale a donde está la gente -la misma gente que sólo cinco días antes había aclamado que Jesús era su rey- y les dice que, según era costumbre con ocasión de la Pascua, quiere soltar a un criminal judío que está preso. En ese momento, tenía en prisión a un asesino particularmente infame, llamado Barrabás. Así, Pilato pregunta a la multitud: “¿A quién queréis que os suelte, a Jesús o a Barrabás?” La multitud grita: “¡A Barrabás!” Pilato pregunta: “Entonces, ¿qué voy a hacer con Jesús de Nazaret?” La multitud responde: “¡Fuera de ahí! ¡Crucifícalo!” Podemos hacer esta extrapolación, muy obvia: En toda elección moral que hacemos, grande o pequeña, la cuestión que afrontamos es al fin la misma que Pilato preguntó a la multitud: ¿A quién debería soltar de vuestra parte, a Jesús o a Barrabás? ¿Gracia o violencia? ¿Abnegación o auto-egocentrismo?
Es lo mismo cuando la multitud dice a Pilato: “¡No tenemos más rey que al César!” Diciendo eso, estaban abandonando sus propias esperanzas mesiánicas en favor de una seguridad momentánea. Nosotros decimos lo mismo cada vez que, por nuestro propio bienestar, liquidamos nuestros más altos ideales y nos decidimos por otros inferiores.
También, demasiado frecuentemente, nosotros gritamos las palabras de la multitud que desafió a Jesús, mientras pendía de la cruz, con estas palabras: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz, sálvanos y sálvate a ti mismo”. Nosotros hacemos esto cada vez que permitimos que nuestras oraciones vengan a ser un juicio de la existencia y la bondad de Dios: si obtenemos una respuesta positiva, Dios nos ama; si no, empezamos a dudar.
Lo mismo sucede, por supuesto, con nuestras acciones: Como los discípulos de Jesús, tendemos a permanecer con Jesús más cuando las cosas van bien, cuando la tentación no es demasiado fuerte y cuando no estamos afrontando una amenaza real y personal. Pero, como los primeros seguidores de Jesús, tendemos a abandonarlo y traicionarlo cuando las cosas se vuelven duras y amenazantes. Además, como las autoridades que vienen a arrestar a Jesús trayendo faroles y antorchas, nosotros también preferimos con frecuencia la luz artificial a la Luz de la Luces; exactamente como aquellos que arrestaron a Jesús, nosotros tendemos a acercarnos al Príncipe de la Paz llevando garrotes y espadas, dispuestos a la pelea.
Generalmente, leyendo el relato de la Pasión y Muerte de Jesús, nuestra inclinación espontánea nos lleva a juzgar muy severamente a aquellos que rodearon a Jesús en su arresto, juicio y sentencia: ¿Cómo pudo ser que no vieran lo que estaban haciendo? ¿Cómo pudieron ser tan ciegos y envidiosos? ¿Cómo pudieron elegir la falsa seguridad por encima del último refugio de Dios, a un asesino en vez del Mesías? ¿Cómo pudieron sus seguidores abandonarlo tan fácilmente?
No ha cambiado mucho en 2000 años. Las opciones que los que rodeaban a Jesús estaban haciendo durante su juicio y sentencia, son idénticas a las opciones que aún estamos haciendo hoy. Y, la mayoría de los días, nosotros no lo estamos haciendo mejor de lo que ellos lo hicieron, porque aún, demasiado frecuentemente, dadas la ceguera y el auto-interés, nosotros también estamos diciendo: “¡Fuera de ahí! ¡Crucifícalo!”
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