Las últimas palabras de Jesús
son el testamento que nos deja al
emprender su regreso al Padre.
"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc. 23, 34).
Al odio, a la venganza, a la sentencia "ojo por ojo y diente por diente",
Jesús contrapone el amor y pide perdón a su Padre para quienes lo condenan y crucifican.
Pone en práctica aquel precepto que había proclamado tantas veces:
'Al que te pegue en una mejilla, ponle la otra' y 'Amad a los que os odian y orad por ellos''
Cristo vino a servir y a perdonar.
A nosotros, Cristo también nos ha perdonado muchas veces y,
sin embargo, no nos convertimos al Amor y no servimos a Cristo en los hermanos.
Al rezar el Padrenuestro, ¿nos mentimos a nosotros mismos?
Pedimos perdón al Padre pero... ¿perdonamos nosotros a los que nos ofenden?
Recordemos siempre la máxima de Jesús: "Con la vara que midas, serás medido'.
"En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc. 23,43).
Los hombres están divididos en dos grupos:
los que creen y confían en Jesús y los que lo niegan o no lo conocen,
como los dos ladrones que fueron crucificados con Él: Dimas y Gestas.
Jesús vino a buscar a los pecadores; por eso vino a buscarnos a cada uno de nosotros.
Hoy sigue la lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre el hombre viejo apegado a sus vicios y el hombre nuevo, renovado por la Resurrección de Cristo, que se acerca al Señor y le pide ayuda y perdón.
Acerquémonos al Señor, y digámosle como el buen ladrón: "Acuérdate de mí y sálvame".
Jesús dirigiéndose a su Madre le dice: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo. "Ahí tienes a tu Madre" (Jn 19, 26-27).
Los valientes se encuentran cerca de Jesús:
la Santísima Virgen, San Juan, María de Cleofás y María Magdalena.
Lejos están los enemigos, los cobardes, los curiosos e indiferentes.
La Virgen María no rehuye el dolor;
quiere estar al lado de Jesús en el momento supremo de su muerte, para recibir, a cambio del Hijo divino que pierde, a esos hijos representados en San Juan que tanto necesitan de Ella:
os pecadores, los pobres, los huérfanos, las viudas,
los enfermos, los despreciados, los que no tienen techo, ni trabajo... los moribundos.
Oremos para que Jesús diga a su Santa Madre, refiriéndose a cada uno de nosotros:
"Es tu hijo". Ella sigue rogando por cada uno de nosotros.
En los momentos tristes, en la enfermedad y en la pobreza, en la hora de la muerte,
ella ruega por nosotros.
¡Nunca nos alejemos de quien tanto nos ama!
En toda ocasión digámosle: Vida, dulzura y esperanza nuestra. ¡Ampáranos!
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc. 15,34)
Casi todos han abandonado a Jesús, incluso los apóstoles.
En la Cena pascual le acompañaban doce, al instituir el Sacramento de la Eucaristía: once; y durante su agonía en Getsemaní: tres.
Ahora, al pie de la Cruz, tan sólo uno: Juan. Cristo clavado y agonizando en la Cruz no rechaza, no acusa, no condena, tan sólo, humanamente, pregunta.
Sabe que debe cumplir la voluntad del Padre, mas sufre el dolor del tormento,
la injusticia, la ingratitud y el escarnio de los hombres... y lo que parece ser el abandono de su Padre.
Por eso, de sus labios sale ese angustioso reclamo:
"¿Por qué me has abandonado?',
reclamo que nos debe llevar a reflexionar sobre:
-la gravedad del pecado, por el cual el hombre se aleja de Dios.
-la realidad de las penas que se sufren en la otra vida, por ofender a Dios.
-el inmenso valor del sacrificio, que une a Dios, haciéndonos hijos suyos.
-la grande gloria que nos alcanzó Jesús al vencer la muerte.
-el gran amor y obediencia de que da muestra al Padre.
Y nosotros, pecadores... ¿Le correspondemos como El merece?
"Tengo sed" (Jn 19,28).
Jesús había dicho: "Si alguien tiene sed, venga a mí y beba".
La sed que más ahoga a Jesús ahora es la sed de almas,
es la sed de darse a ellas y de llevarlas al Reino del Padre..
Hoy, el hombre tiene sed de "tener",
de disfrutar sin límites ni frenos y busca saciarla en las cosas materiales y placeres efímeros, pretendiendo ignorar que la verdadera felicidad sólo la hallará arnando y aceptando la voluntad de Dios.
Miremos cómo sufre Jesús por cada uno de nosotros.
Calmemos, apaguemos la sed de nuestro Salvador:
vivamos su Palabra; llevemos almas a Él.
Sólo así podremos esperar que, después de esta vida nos diga:
"Venid, benditos. Tuve sed y me disteis de beber".
Todo esta consumado" (Jn 19,30).
Jesús ha sido obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Todo lo ha consumado por amor a nosotros;
con su obediencia borró nuestra desobediencia; con su humildad borró nuestra soberbia.
Todo lo hizo.
Consumado está el sacrificio, el mayor de todos, en el que el sacerdote es Cristo,
cuyo altar es la cruz, y cuya víctima es el Cordero de Dios.
Satán ha sido derrotado.
Cristo se ha convertido en camino de eterna salvación.
Ojalá que a la hora de nuestra muerte podamos decir:
"Todo está cumplido; he hecho lo que Dios esperaba de mí..
Ahora sólo me espera recibir la corona que da a los fieles servidores".
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46).
Jesús ha cumplido cuanto el Padre le ha encomendado y,
con fuerte grito, entrega su alma al Padre. Inclinando la cabeza, expira.
Jesús ha sabido dar la vida por sus ovejas.
Él es el ejemplo para modelar y conformar nuestra actitud y proceder ante las pequeñas o grandes cruces en las que, a veces nos veremos clavados.
No las rechacemos como lo hizo el mal ladrón; no nos conformemos o sólo nos resignemos a ellas, sino como Jesús, aceptémoslas, abracémoslas, unámoslas a la de Él y ofrezcámoslas al Padre.
A ejemplo de la vida y muerte de Cristo, debemos vivir y morir;
girar en derredor del Señor todas las circunstancias de nuestra existencia,
y en especial el momento de nuestra muerte.
"Ninguno de nosotros vive para sí mismo; pues si vivimos, para el Señor vivimos;
y si morimos, para el Señor morimos, pertenecemos al Señor" (Rom. 14, 7-9).
Que al final de nuestra vida nos encontremos confortados con la presencia de Jesús y María;
que sean Ellos quienes nos presenten al Padre celestial. María es presencia viva en nosotros; nos condolemos con Ella, pero al mismo tiempo encontramos luz y consuelo en Ella.
Que nuestra oración de la Salve, suba siempre al cielo.
Recemos esta plegaria alabando su oficio de Madre de todos nosotros;
pidámosle que llene los dolorosos vacíos de nuestra soledad.
Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia!
fuente: Parroquia Santo Cura de Ars - Santo Domingo - Rep. Dominicana
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