Papa Francisco felicita a la Curia advirtiendo a todos contra 15 enfermedades espirituales e invitando a la confesión en preparación de la Navidad
Entre ellas ha señalado el peligro de “sentirse inmortales, inmunes o incluso indispensables. La enfermedad de la excesiva actividad de trabajar sin detenerse a contemplar a Cristo.La enfermedad de la insensibilidad humana, de poseer un corazón de piedra, de perder los sentimientos de Jesús. La enfermedad del "alzheimer espiritual", del olvido de la historia de la salvación, de la historia personal con el Señor, del primer amor. La enfermedad de la rivalidad y de la vanagloria y la enfermedad de la esquizofrenia existencial, la de vivir una doble vida fruto de la hipocresía y el vacío espiritual”
22 de diciembre de 2014
Tomando la imagen paulina del Cuerpo Místico de Cristo, el Obispo de Roma en su saludo de Navidad a la Curia Romana, después de agradecer a Dios por los bienes y pedir perdón por las faltas, dijo que la Curia Romana es “un pequeño modelo de la Iglesia”, un cuerpo complejo, compuesto de miembros, dinámico. Pero que no puede vivir sin nutrirse de la relación con Cristo. Sin la oración cotidiana y la caridad vivida se convierte en un burócrata, en un gajo que poco a poco se muere y es tirado lejos. Que quede claro que sin Jesús no podemos hacer nada. Y la relación con El alimenta la relación con los otros. El Espíritu de Dios une, el espíritu del mal divide. La curia está llamada a mejorar, pero como cada cuerpo humano está expuesta al mal funcionamiento y a las enfermedades. En el vídeo se visualiza y escucha toda la meditación del Santo Padre.
Seguidamente el Sucesor de Pedro hizo una lista de 15 tentaciones y enfermedades curiales, siguiendo el catálogo de los padres de la Iglesia, invitó a prepararse al sacramento de la reconciliación que –dijo- “será un buen paso” hacia la Navidad. El texto completo de la meditación del Papa es el siguiente:
“Tú estás sobre los querubines, tu que has cambiado la miserable condición del mundo cuando te has hecho como nosotros” (San Atanasio).
Queridos hermanos, Al término del Adviento nos encontramos para los tradicionales saludos. En pocos días tendremos la alegría de celebrar la Navidad del Señor; el evento de Dios que se hace hombre para salvar a los hombres; la manifestación del amor de Dios que no se limita a darnos alguna cosa o a enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino que se nos da a sí mismo; el misterio de Dios que lleva sobre sí mismo nuestra condición humana y nuestros pecados para revelarnos su Vida divina, su gracia inmensa y su perdón gratuito. Es la cita con Dios que nace en la pobreza de la gruta de Belén para enseñarnos el poder de la humildad. De hecho, la Navidad es también la fiesta de la luz que no viene acogida de la gente ‘elegida’ sino de la gente pobre y simple que esperaba la salvación del Señor.
Ante todo, quisiera desear a todos ustedes –colaboradores, hermanos y mujeres, representantes pontificios esparcidos por el mundo- y a todos sus queridos, una santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Deseo agradecerles cordialmente por su compromiso cotidiano al servicio de la Santa Sede, de la Iglesia Católica, de las Iglesias particulares y del Sucesor de Pedro.
Puesto que somos personas y no números o denominaciones, recuerdo de manera especial aquellos que, durante este año, han terminado su servicio por razones de edad o por haber asumido otros roles, o porque han sido llamados a la Casa del Padre. También a todos ellos y sus familias van mis pensamientos y gratitud.
Deseo elevar con ustedes al Señor un profundo y sincero agradecimiento por el año que termina, por los acontecimientos vividos y por todo el bien que Él ha querido realizar generosamente a través del servicio de la Santa Sede, pidiéndole humildemente perdón por las faltas cometidas "en pensamientos, palabras, obras y omisiones".
Y partiendo de este pedido de perdón, desearía que nuestro encuentro y las reflexiones que voy a compartir con ustedes se conviertan, para todos nosotros, en un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de conciencia para preparar nuestro corazón para la Navidad.
Pensando en este encuentro he recordado la imagen de la Iglesia como Cuerpo Místico de Jesucristo. Es una expresión que, como explicó el Papa Pío XII, "fluye y casi brota de lo que exponen con frecuencia las Sagradas Escrituras y los Santos Padres." En este sentido, San Pablo escribió: "Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo" (1 Cor 12,12).
En este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda que "en la estructura del cuerpo místico de Cristo existe una diversidad de miembros y oficios. Uno es el Espíritu, que para la utilidad de la Iglesia distribuye sus diversos dones con generosidad proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los ministerios (1 Cor 12,1-11)." Por lo tanto, "Cristo y la Iglesia forman el "Cristo total" - Christus Totus -. La Iglesia es una con Cristo."
Es hermoso pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo de la Iglesia, es decir, como un "cuerpo" que intenta seriamente y cotidianamente ser más vivo, más sano, más armonioso y más unido en sí mismo y con Cristo.
En realidad, la Curia Romana es un cuerpo complejo, compuesto de muchos Dicasterios, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y numerosos elementos que no tienen todos la misma tarea, pero que se coordinan para poder funcionar en modo eficaz, edificante, disciplinado y ejemplar, a pesar de las diferencias culturales, lingüísticas y nacionales de sus miembros.
De todos modos, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no puede vivir sin alimentarse y cuidarse. De hecho, la Curia - como la Iglesia - no puede vivir sin tener una relación vital, personal, auténtica y equilibrada con Cristo. Un miembro de la Curia que no se alimenta todos los días con aquel Alimento se convertirá en un burócrata (un formalista, un funcionalista, un simple empleado): una rama que se seca y muere lentamente y se tira lejos. La oración diaria, la participación regular en los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la reconciliación, el contacto diario con la Palabra de Dios y la espiritualidad traducida en caridad vivida son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que sea claro a todos nosotros que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 8).
Como resultado, la relación viva con Dios nutre y refuerza también la comunión con los demás, o sea, cuanto más estrechamente adherimos a Dios, más estamos unidos entre nosotros, porque el Espíritu de Dios nos une y el espíritu maligno divide.
La Curia está llamada a mejorar, siempre mejorar y crecer en comunión, santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión. Sin embargo, como cada cuerpo, como todo cuerpo humano, está expuesto a la enfermedad, al mal funcionamiento. Y aquí me gustaría mencionar algunas de estas enfermedades probables, enfermedades de la curia. Las enfermedades más frecuentes en nuestra vida de la Curia son las enfermedades y tentaciones que debilitan nuestro servicio al Señor. Creo que nos va a ayudar el "catálogo" de las enfermedades - como los Padres del Desierto, que hacían catálogos – de las que hablamos hoy: nos ayudará a prepararnos para el Sacramento de la Reconciliación, que será un bello paso para todos nosotros para prepararnos para la Navidad.
1. La enfermedad de sentirse “inmortal”, “inmune”, o incluso indispensable, descuidando los controles necesarios y habituales. Una Curia que no se autocritica, que no se actualiza, que no trata de mejorarse, es un cuerpo enfermo. ¡Una visita a un cementerio nos podría ayudar a ver los nombres de tantas personas, de las que en algunos casos quizá pensábamos que eran inmortales, inmunes e indispensables! Es la enfermedad del rico inconsciente del Evangelio, que pensaba vivir para la eternidad (Cf. Lucas 12, 13-21) y de quienes se convierten en dueños y superiores a todos, en vez de ponerse al servicio de los demás. Esta enfermedad deriva con frecuencia de la patología del poder, del “complejo de los elegidos”, del narcisismo que mira con pasión la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los demás, especialmente de los más débiles y necesitados (Cf. “Evangelii Gaudium”, 197-201). El antídoto a esta epidemia es la gracia de sentirnos pecadores y de decir con todo el corazón: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lucas 17, 10).
3. Se da también la enfermedad de la “fosilización” mental y espiritual: es decir, de quienes tienen un corazón de piedra y son “duros de cerviz” (Hechos de los Apóstoles 7, 51-60); de quienes, con el tiempo, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden bajo documentos de papel, convirtiéndose en en “máquinas de burocracia” y no en “hombres de Dios” (cfr. Hebreos 3, 12). ¡Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria que nos permite llorar con quienes lloran y alegrarnos con quienes se alegran! Es la enfermedad de quienes pierden “los sentimientos de Jesús" (Cf. Filipenses 2, 5-11), pues su corazón, con el paso del tiempo, se endurece y se hace incapaz de amar incondicionalmente al Padre y al prójimo (cf. Mateo 22, 34-40). Ser cristiano significa “tener los mismos sentimientos de Jesucristo, sentimientos de humildad y de entrega, de desapego y generosidad”.
4. La enfermedad de una planificación excesiva y del funcionalismo: cuando el apóstol planifica todo minuciosamente y cree que con una perfecta planificación todo avanza se convierte en un contable o asesor fiscal. Prepararlo todo bien es necesario, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu Santo, que siempre es más grande, más generosa que toda planificación humana (cf. Juan 3,8). Se ca en esta enfermedad porque “siempre es más fácil y cómodo sentarse en las propias posiciones estáticas e inmutables. En realidad, la Iglesia es fiel al Espíritu Santo en la medida en que no busca regularlo ni amaestrarlo… Amaestrar al Espíritu Santo… Él es frescura, fantasía, novedad” (Benedicto XVI, audiencia general del 1 de junio de 2005).
5. La enfermedad de la mala coordinación: cuando los miembros pierden la comunión entre ellos mismos y el cuerpo pierde su funcionalidad armoniosa y su temperanza, convirtiéndose en una orquesta que hace ruido, pues sus miembros no colaboran, no viven el espíritu de comunión y de equipo. Cuando el pie le dice al brazo: “no te necesito”, o la mano a la cabeza: “aquí mando yo”, causando de este modo malestar y escándalo.
6. Se da también la enfermedad del Alzheimer espiritual: es decir, la del olvido de “la historia de la Salvación”, de la historia personal con el Señor, del “primer amor” (Apocalipsis 2, 4). Se trata de una pérdida progresiva de las facultades espirituales, que en un periodo de tiempo más o menos largo provoca graves discapacidades en la personas, haciendo que sea incapaz de hacer nada autónomamente, viviendo en un estado de absoluta dependencia de sus visiones, con frecuencia imaginarias. Lo vemos en aquellos que han perdido la memoria del su encuentro con el Señor; en quienes no tienen el sentido deuteronómico de la vida; en quienes dependen completamente de su “presente”, de sus pasiones, caprichos, y manías; en quienes edifican a su alrededor muros y costumbres, convirtiéndose cada vez mas en esclavos de los ídolos que han esculpido con sus propias manos.
7. La enfermedad de la rivalidad y de la vanagloria: cuando la apariencia, el color del vestido y las insignias honoríficas se convierten en el objetivo primario de la vida, olvidando las palabras de San Pablo: “Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás” (Filipenses 2, 1-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a vivir en un falso “misticismo”. El mismo san Pablo los define “enemigos de la Cruz de Cristo”, “cuya gloria está en su vergüenza, pues no piensan más que en las cosas de la tierra” (Filipenses 3, 19).
8. La enfermedad de la esquizofrenia existencial: es la enfermedad de quienes viven una doble vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre y progresivo vacío espiritual que doctorados y títulos académicos pueden llenar. Una enfermedad que afecta con frecuencia a quienes, tras abandonar el servicio pastoral, se limitan a los asuntos burocráticos, perdiendo el contacto con la realidad, con las personas concretas. Crean así su propio mundo paralelo, en el que dejan de lado todo lo que enseñan severamente a los demás y comienzan a vivir una vida escondida y con frecuencia disoluta. La conversión es sumamente urgente e indispensable para esta grave enfermedad (cfr. Lucas 15,11-32).
9. La enfermedad de los chismes y de la murmuración: de esta enfermedad ya he hablado muchas veces, pero nunca suficientemente: es una enfermedad grave, que comienza simplemente con una conversación y se adueña de la persona, haciendo que se convierta en “sembradora de cizaña” (como Satanás), y en muchas ocasiones en “asesina a sangre fría” de la fama de los propios colegas y hermanos Es la enfermedad de las personas cobardes que al no tener el valor de hablar directamente chismorrean por detrás. San Pablo advierte: “Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones para que seáis irreprochables e inocentes" (Filipenses 2, 14-18). Hermanos, ¡evitemos el terrorismo de los chismes!
10. La enfermedad de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del afán de hacer carrera y del oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cf. Mateo 23, 8-12). Son personas que viven el servicio pensando únicamente en lo que tiene que alcanzar y no en lo que tienen que dar. Personas mezquinas, infelices e inspiradas únicamente por el propio egoísmo fatal (cf. Gálatas 5, 16-25). Esta enfermedad podría golpear también a los superiores, cuando cortejan a algunos de sus colaboradores para obtener su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una auténtica complicidad.
11. La enfermedad de la indiferencia hacia los demás: cuando cada quien piensa sólo en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no pone su conocimiento al servicio de los colegas menos expertos. Cuando se recibe una información y se guarda en vez de compartirla con los demás. Cuando, por celos o por falsa astucia se regodea al ver cómo cae el otro, en vez de ayudarle a levantarse y alentarle.
12. La enfermedad de la cara de funeral: es decir, de personas hurañas y ceñudas, que consideran que para ser serios es necesario llenar el rostro de melancolía, de severidad y tratar a los demás -sobre todo a los que consideran inferiores- con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril son a menudo síntomas de miedo y de inseguridad en sí mismo. El apóstol debe esforzarse para ser una persona cortés, serena, entusiasta y alegre que transmita felicidad allí donde se encuentra. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz, que irradia y contagia con la alegría a todos los que se encuentran a su alrededor. ¡Se ve inmediatamente! No perdamos por tanto el espíritu gozoso, lleno de humor, incluso autoirónico, que nos hace personas amables, incluso en las situaciones difíciles. ¡Qué bien nos sienta una buena dosis de sano humorismo! Nos ayudará mucho rezar con frecuencia la oración de santo Tomás Moro: yo la rezo todos los días, me ayuda.
13. La enfermedad de la acumulación: Cuando el apóstol trata de llenar un vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino solo para sentirse al seguro. En realidad, no nos podremos llevar ningún bien material, pues todos nuestros tesoros terrenos, aunque sean regalos, no podrán llenar nunca el vacío, es más, lo harán cada vez más exigente y profundo. A estas personas el Señor les repite: “Tú dices: ‘Soy rico; me he enriquecido; nada me falta’. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo… Sé, pues, ferviente y arrepiéntete" (Apocalipsis 3, 17-19). La acumulación sólo da peso y hace más lento el camino de manera inexorable. Me estoy acordando de una anécdota: en una época, los jesuitas españoles describían a la Compañía de Jesús como “la caballería ligera de la Iglesia”. Recuerdo la mudanza de un joven jesuita que, mientras cargaba en un camión sus numerosos bienes (maletas, libros, objetos y regalos), alguien le dijo, con la sonrisa sabia de un viejo jesuita que le estaba mirando: “¿esta es la ‘caballería ligera de la Iglesia?”. Nuestras mudanzas son un signo de esta enfermedad.
14. La enfermedad de los círculos cerrados: Cuando la pertenencia al grupito se vuelve más fuerte de la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. Esta enfermedad también nace siempre de buenas intenciones, pero, con el paso del tiempo, esclaviza a los miembros convirtiéndose en un “cáncer”, que pone en peligro la armonía del Cuerpo y causa tanto mal —escándalos— especialmente entre nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción o “el fuego amigo” de los conmilitones es el peligro más subrepticio. Es el mal que golpea desde dentro y, como dice Cristo, “todo reino dividido contra sí mismo queda asolado” (Lucas 11,17).
15. Y la última: La enfermedad del beneficio mundano, del exhibicionismo: cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener provechos mundanos o más poderes. Es la enfermedad de las personas que tratan incansablemente de multiplicar poderes y por este objetivo son capaces de calumniar, de difamar y de desacreditar a los demás, incluso en periódicos y en revistas, obviamente para exhibirse y demostrar que son más capaces que los demás. Esta enfermedad también hace mucho daño al cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio con tal de alcanzar tal objetivo, a menudo en nombre de la justicia y de la transparencia. Aquí me viene a la mente el recuerdo de un sacerdote que llamaba a los periodistas para contarles (e invitar) cosas privadas de los propios hermanos y parroquianos. Para él lo que contaba era sólo verse en las primeras páginas, pues así se sentía “poderoso e importante” causando tanto mal a los demás y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estas enfermedades y tentaciones son naturalmente un peligro para cada cristiano y para cada curia, comunidad, congregación, parroquia, movimiento eclesial, y pueden golpear sea a nivel individual que comunitario.
Es necesario aclarar que es sólo el Espíritu Santo –el alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo: ‘Creo… en el Espíritu Santo, Señor y vivificador’- quien cura cada enfermedad. Es el Espíritu Santo quien sostiene cada sincero esfuerzo de purificación y de cada buena voluntad de conversión. Es Él quien nos da a entender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y a su debilitamiento. Es Él el promotor de la armonía: ‘Ipse harmonia est’, dice San Basilio. San Agustín nos dice: ‘Hasta que una parte se adhiere al cuerpo, su curación no es desesperada; aquello que fue cortado, no puede curarse ni sanar’.
La curación es también fruto de la conciencia de la enfermedad y de la decisión personal y comunitaria de curarse soportando pacientemente y con perseverancia la curación. Por lo tanto, estamos llamados –en este tiempo de Navidad y para todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia- a vivir ‘según la verdad en la caridad, tratando de crecer en cada cosa hacia Él, que es el jefe, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien compaginado y conectado, mediante la colaboración de cada empalme, según la energía propia de cada miembro, recibe fuerza para crecer en manera de edificar a sí mismo en la caridad (Ef 4, 15-16).
Queridos hermanos, Una vez he leído que los sacerdotes son como los aviones: sólo hacen noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y muy cierta, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar un solo sacerdote que ‘cae’ a todo el cuerpo de la Iglesia. Por lo tanto, para no caer en estos días en los que estamos preparándonos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, curar las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón y de sostener a la Iglesia y a la Curia de modo que sean sanos y re sanadores, santos y santificantes, a gloria de su Hijo y para nuestra salvación y del mundo entero. Pidamos a Él hacernos amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y de tener la valentía de reconocernos pecadores y necesitados de su Misericordia y de no tener miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternas.
Muchas felicidades por una santa Navidad a todos ustedes, a sus familias y a sus colaboradores. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias de corazón.
Francisco
No hay comentarios:
Publicar un comentario