de la cuaresma
a través del tiempo
Teófilo Cabestrero, cmf - Domingo, 15 de febrero de 2015
Hasta el siglo III la comunidad cristiana celebraba la pascua del Señor semanalmente, todos los domingos. Pero una vez al año se celebraba más solemnemente precedida de una breve preparación que consistía en el ayuno que se abría el viernes. Este ayuno no era una simple práctica piadosa, sino un elemento integrante de la celebración litúrgica que permitía a la comunidad unirse a la muerte de Cristo, para vivir la alegría de su resurrección en la pascua. Fue la primera “cuaresma”.
En el siglo III la preparación se extiende a toda la semana: en el domingo anterior al de pascua se leía la pasión del Señor según Mateo; y el miércoles la de Lucas. Se mantiene el espíritu de participación en la muerte de Cristo, para pasar a la gozosa vida nueva por su resurrección celebrada en pascua.
Siglos IV-VI. Adquiere la cuaresma tres semanas más. En ellas viven los catecúmenos la etapa última de su preparación al bautismo. La lectura del evangelio de Juan introdujo los textos bautismales en que se apoyaba la catequesis final: episodio de la samaritana, curación del ciego de nacimiento, resurrección de Lázaro; el agua, la luz, la vida nueva.
En el siglo VI, la cuaresma se completa con dos semanas más. Y así como las tres semanas introducidas en la etapa anterior eran preparación de los catecúmenos al bautismo, estas dos nuevas semanas están marcadas por la preparación de los penitentes a la penitencia sacramental, que es una renovación del bautismo. La lectura del evangelio de Mateo, en textos como el retiro de Jesús al desierto, la penitencia de los ninivitas, la señal de Jonás y la transfiguración, apoyan su actitud de conversión hacia el perdón pascual que recibirían ante toda la comunidad el jueves inmediato a la pascua, al final de la cuaresma.
Toda la comunidad cristiana acompañaba a los catecúmenos en su marcha hacia el bautismo, y toda ella acompañaba a los penitentes al perdón pascual. Así, la comunidad vivía la cuaresma reafirmando su bautismo y participando en la penitencia eclesial, como preparación para su reinserción solemne en la resurrección del Señor por la celebración de la pascua.
Desde el siglo VI la cuaresma recogerá elementos que la irán complicando y la llevarán por • caminos que no desembocan directamente en la pascua. Así, las prácticas “estacionales”, con devociones a diversos santos. Así, las desviaciones que nos han secuestrado la cuaresma durante siglos y la han mantenido alejada de la liturgia, sin fuerza comunitaria, sin la vibración de ser preparación al gozo pascual: el individualismo, el espíritu moralizante, las devociones extralitúrgicas, prácticas ascéticas y ritos folklóricos y populares; hasta el tenebrismo que invadió la penitencia y el sentido del pecado y de la muerte, sobre todo en la edad media, se apoderó de la cuaresma cristiana como una niebla espesa, e hizo de ella la “triste cuaresma” de tonos sombríos, propios del sentimiento religioso más que de la fe cristiana.
La estructura de la cuaresma se desdibujó también: se eclipsó la pascua detrás de una “semana santa” que desvirtuó el centro de la atención y de la intención; la semana anterior se hizo “semana de pasión”; la cuaresma se redujo a cuatro semanas más el pórtico de la ceniza, que se hizo universal desde el siglo xi; y delante de la cuaresma se abrió una preparación de tres semanas —septuagésima, sexagésima, quincuagésima—, que venía a ser una cuaresma pequeña ante la gran cuaresma.
La restauración de la semana santa, primero, y, por fin el concilio, han querido encender sobre la cuaresma la apagada luz de la pascua de Cristo. La Constitución sobre la liturgia del concilio pide, en sus números 109 y 110, que se restauren los elementos bautismales y penitenciales de la primitiva cuaresma, que se le devuelva su dimensión comunitaria y sacramental, y que vuelva a vivirse como el camino que entra en la pascua y recibe de ella su suelo y su cielo.
Siglo XX, año 70: la reforma del calendario, con sus retoques al año litúrgico, suprimen la ante-cuaresma de las tres semanas —septuagésima— y la llamada “semana de pasión”. De esta forma vuelve la cuaresma a los cuarenta días, con sus cinco semanas más los días llamados “de ceniza”. Esto nos permite revalorizar mejor el sentido bíblico y litúrgico de los “cuarenta días”, al que hace referencia el mismo nombre de “cuaresma”, quadragesima dies.
Ciertamente, lo material de esta reforma es lo de menos. Importa el espíritu, la vivencia hoy del sentido y alcance cristiano de la cuaresma “pascual”. ¿Recobraremos este espíritu?
Teófilo Cabestrero, cmf - Domingo, 15 de febrero de 2015
Hasta el siglo III la comunidad cristiana celebraba la pascua del Señor semanalmente, todos los domingos. Pero una vez al año se celebraba más solemnemente precedida de una breve preparación que consistía en el ayuno que se abría el viernes. Este ayuno no era una simple práctica piadosa, sino un elemento integrante de la celebración litúrgica que permitía a la comunidad unirse a la muerte de Cristo, para vivir la alegría de su resurrección en la pascua. Fue la primera “cuaresma”.
En el siglo III la preparación se extiende a toda la semana: en el domingo anterior al de pascua se leía la pasión del Señor según Mateo; y el miércoles la de Lucas. Se mantiene el espíritu de participación en la muerte de Cristo, para pasar a la gozosa vida nueva por su resurrección celebrada en pascua.
Siglos IV-VI. Adquiere la cuaresma tres semanas más. En ellas viven los catecúmenos la etapa última de su preparación al bautismo. La lectura del evangelio de Juan introdujo los textos bautismales en que se apoyaba la catequesis final: episodio de la samaritana, curación del ciego de nacimiento, resurrección de Lázaro; el agua, la luz, la vida nueva.
En el siglo VI, la cuaresma se completa con dos semanas más. Y así como las tres semanas introducidas en la etapa anterior eran preparación de los catecúmenos al bautismo, estas dos nuevas semanas están marcadas por la preparación de los penitentes a la penitencia sacramental, que es una renovación del bautismo. La lectura del evangelio de Mateo, en textos como el retiro de Jesús al desierto, la penitencia de los ninivitas, la señal de Jonás y la transfiguración, apoyan su actitud de conversión hacia el perdón pascual que recibirían ante toda la comunidad el jueves inmediato a la pascua, al final de la cuaresma.
Toda la comunidad cristiana acompañaba a los catecúmenos en su marcha hacia el bautismo, y toda ella acompañaba a los penitentes al perdón pascual. Así, la comunidad vivía la cuaresma reafirmando su bautismo y participando en la penitencia eclesial, como preparación para su reinserción solemne en la resurrección del Señor por la celebración de la pascua.
Desde el siglo VI la cuaresma recogerá elementos que la irán complicando y la llevarán por • caminos que no desembocan directamente en la pascua. Así, las prácticas “estacionales”, con devociones a diversos santos. Así, las desviaciones que nos han secuestrado la cuaresma durante siglos y la han mantenido alejada de la liturgia, sin fuerza comunitaria, sin la vibración de ser preparación al gozo pascual: el individualismo, el espíritu moralizante, las devociones extralitúrgicas, prácticas ascéticas y ritos folklóricos y populares; hasta el tenebrismo que invadió la penitencia y el sentido del pecado y de la muerte, sobre todo en la edad media, se apoderó de la cuaresma cristiana como una niebla espesa, e hizo de ella la “triste cuaresma” de tonos sombríos, propios del sentimiento religioso más que de la fe cristiana.
La estructura de la cuaresma se desdibujó también: se eclipsó la pascua detrás de una “semana santa” que desvirtuó el centro de la atención y de la intención; la semana anterior se hizo “semana de pasión”; la cuaresma se redujo a cuatro semanas más el pórtico de la ceniza, que se hizo universal desde el siglo xi; y delante de la cuaresma se abrió una preparación de tres semanas —septuagésima, sexagésima, quincuagésima—, que venía a ser una cuaresma pequeña ante la gran cuaresma.
La restauración de la semana santa, primero, y, por fin el concilio, han querido encender sobre la cuaresma la apagada luz de la pascua de Cristo. La Constitución sobre la liturgia del concilio pide, en sus números 109 y 110, que se restauren los elementos bautismales y penitenciales de la primitiva cuaresma, que se le devuelva su dimensión comunitaria y sacramental, y que vuelva a vivirse como el camino que entra en la pascua y recibe de ella su suelo y su cielo.
Siglo XX, año 70: la reforma del calendario, con sus retoques al año litúrgico, suprimen la ante-cuaresma de las tres semanas —septuagésima— y la llamada “semana de pasión”. De esta forma vuelve la cuaresma a los cuarenta días, con sus cinco semanas más los días llamados “de ceniza”. Esto nos permite revalorizar mejor el sentido bíblico y litúrgico de los “cuarenta días”, al que hace referencia el mismo nombre de “cuaresma”, quadragesima dies.
Ciertamente, lo material de esta reforma es lo de menos. Importa el espíritu, la vivencia hoy del sentido y alcance cristiano de la cuaresma “pascual”. ¿Recobraremos este espíritu?
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