Don de lágrimas
Parte XXIII
Hay una cosa que aprendí de rodillas: si lloro mientras oro; si, en la oración las lágrimas brotan no solamente de los ojos sino sobretodo de mi corazón, comparto con Dios mi dolor. Es de ese compartir que nace mi amor por Dios. Y es en el “no-compartir” que el acaba.
La gente solo consigue amar a Dios después de ver que él no nos abandonó en medio de nuestros sufrimientos –después de ver que el está cercano a nosotros. Y, en el exacto momento en que por las lágrimas abro mi corazón delante de él, el sufrimiento pierde fuerza y el dolor disminuye. Dolor compartido es dolor amenizado, dice San Agustín.
Un hombre llamado Evagrio era discípulo de San Gregorio Nacianceno y vivió hacia el año 399. El había aprendido de su maestro y enseñaba a todos que en la oración se debe siempre pedir el don de lágrimas, pues ellas tienen la gracia de suavizar toda dureza. Es por eso que quien llora se calma. Y si llora tocado por el don del Espíritu Santo recibe, entonces, una tranquilidad llena de paz, y una calma felíz reposa en su corazón. Es como dice el salmista: “Señor, mi corazón no se llena de orgullo, mi mirar no se levanta arrogante. No procuro grandezas, ni cosas superiores a mi. Al contrario, mantengo en calma y sosiego mi alma; tal como un niño en el seno materno, así está mi alma en mi mismo. Israel, pon tu esperanza en el Señor, ahora y para siempre” Salmo 130
El corazón después del llanto es como la tierra después de la lluvia.
Los aires quedan más livianos, todo queda más limpio, cierto fresco se hace sentir y la tierra se vuelve más fértil. De la misma manera, después de las lagrimas viene la calma (cfr. Tob 3,22), y una paz llena de vida abraza la gente por dentro.
Las lágrimas se derraman en el momento en que la cabeza cede espacio al corazón y deja que él hable. Es por eso que, en el corazón y en este don, el corazón encuentra la paz, porque puede desahogarse.
Son muy interesantes los descubrimientos que las personas hacen al recibir la compunción del corazón. Alguien que experimentó el don de lágrimas me contó: “Soy de una generación que le estaba prohibido llorar desde niño. Los padres encontraban que dar una educación rígida, evitando demostrar emociones, era una manera de preparar mejor para la vida. A lo largo de la vida fui desarrollando más el lado racional y escondiendo el emocional. Ser emotiva era señal de fragilidad. Conseguí cambiar cuando comencé a participar de grupos de oración de la Renovación Carismática Católica y estoy consiguiendo evolucionar en esa área. Creo que muchos problemas psicológicos surgen, porque tenemos vergüenza de mostrarnos como somos realmente: frágiles y pequeños delante de Dios”. Descubrir algo así es una verdadera liberación.
Existen ciertas cosas que la gente sólo consigue liberar cuando las cuenta a alguien. Es así que el corazón se libra de un mal que lo oprime: manifestándolo, colocándolo afuera, hablando, gimiendo o llorando. Dolor compartido es dolor amenizado. Dolor disimulado, escondido, disfrazado es dolor multiplicado. Personas que guardan todo para sí y no revelan sus sentimientos no tarden en manifestar enfermedades. No es verdad cuando se dice que hombre que es hombre no llora. La verdad es que hombre que no se permite llorar queda dolorido. Una mujer que no abre su corazón entra en amargura.
Hoy vemos muchas personas en busca de formas de relajamiento, técnicas de meditación y autocontrol. Quieren encontrar nuevamente un sentido para su vida, quieren liberarse de la tristeza, del descontrol emocional, y vaciarse de tensiones. Ciertamente experimentarían gran alivio y sanaciones profundas si, rompiendo con los preconceptos, pidiesen a Dios el don de lágrimas y permitiesen que el Espíritu Santo penetrase hondo en sus corazones, liberándolas de sus resentimientos, opresiones y toda especie de trastorno y confusión.
Cuando el Espíritu Santo nos visita con ese llanto inspirado, abre nuestro corazón no para quedarse cultivando dolor, sino para admitir que secretamente el todavía late en nuestro corazón.
Solamente cuando hombre y mujer admiten el propio dolor y de él huyen, es que pueden dominarlo y transformarlo. No se vence el dolor huyendo de él, sino abrazándolo y comprendiéndolo.
Hay una cosa que aprendí de rodillas: si lloro mientras oro; si, en la oración las lágrimas brotan no solamente de los ojos sino sobretodo de mi corazón, comparto con Dios mi dolor. Es de ese compartir que nace mi amor por Dios. Y es en el “no-compartir” que el acaba.
La gente solo consigue amar a Dios después de ver que él no nos abandonó en medio de nuestros sufrimientos –después de ver que el está cercano a nosotros. Y, en el exacto momento en que por las lágrimas abro mi corazón delante de él, el sufrimiento pierde fuerza y el dolor disminuye. Dolor compartido es dolor amenizado, dice San Agustín.
Un hombre llamado Evagrio era discípulo de San Gregorio Nacianceno y vivió hacia el año 399. El había aprendido de su maestro y enseñaba a todos que en la oración se debe siempre pedir el don de lágrimas, pues ellas tienen la gracia de suavizar toda dureza. Es por eso que quien llora se calma. Y si llora tocado por el don del Espíritu Santo recibe, entonces, una tranquilidad llena de paz, y una calma felíz reposa en su corazón. Es como dice el salmista: “Señor, mi corazón no se llena de orgullo, mi mirar no se levanta arrogante. No procuro grandezas, ni cosas superiores a mi. Al contrario, mantengo en calma y sosiego mi alma; tal como un niño en el seno materno, así está mi alma en mi mismo. Israel, pon tu esperanza en el Señor, ahora y para siempre” Salmo 130
El corazón después del llanto es como la tierra después de la lluvia.
Los aires quedan más livianos, todo queda más limpio, cierto fresco se hace sentir y la tierra se vuelve más fértil. De la misma manera, después de las lagrimas viene la calma (cfr. Tob 3,22), y una paz llena de vida abraza la gente por dentro.
Las lágrimas se derraman en el momento en que la cabeza cede espacio al corazón y deja que él hable. Es por eso que, en el corazón y en este don, el corazón encuentra la paz, porque puede desahogarse.
Son muy interesantes los descubrimientos que las personas hacen al recibir la compunción del corazón. Alguien que experimentó el don de lágrimas me contó: “Soy de una generación que le estaba prohibido llorar desde niño. Los padres encontraban que dar una educación rígida, evitando demostrar emociones, era una manera de preparar mejor para la vida. A lo largo de la vida fui desarrollando más el lado racional y escondiendo el emocional. Ser emotiva era señal de fragilidad. Conseguí cambiar cuando comencé a participar de grupos de oración de la Renovación Carismática Católica y estoy consiguiendo evolucionar en esa área. Creo que muchos problemas psicológicos surgen, porque tenemos vergüenza de mostrarnos como somos realmente: frágiles y pequeños delante de Dios”. Descubrir algo así es una verdadera liberación.
Existen ciertas cosas que la gente sólo consigue liberar cuando las cuenta a alguien. Es así que el corazón se libra de un mal que lo oprime: manifestándolo, colocándolo afuera, hablando, gimiendo o llorando. Dolor compartido es dolor amenizado. Dolor disimulado, escondido, disfrazado es dolor multiplicado. Personas que guardan todo para sí y no revelan sus sentimientos no tarden en manifestar enfermedades. No es verdad cuando se dice que hombre que es hombre no llora. La verdad es que hombre que no se permite llorar queda dolorido. Una mujer que no abre su corazón entra en amargura.
Hoy vemos muchas personas en busca de formas de relajamiento, técnicas de meditación y autocontrol. Quieren encontrar nuevamente un sentido para su vida, quieren liberarse de la tristeza, del descontrol emocional, y vaciarse de tensiones. Ciertamente experimentarían gran alivio y sanaciones profundas si, rompiendo con los preconceptos, pidiesen a Dios el don de lágrimas y permitiesen que el Espíritu Santo penetrase hondo en sus corazones, liberándolas de sus resentimientos, opresiones y toda especie de trastorno y confusión.
Cuando el Espíritu Santo nos visita con ese llanto inspirado, abre nuestro corazón no para quedarse cultivando dolor, sino para admitir que secretamente el todavía late en nuestro corazón.
Solamente cuando hombre y mujer admiten el propio dolor y de él huyen, es que pueden dominarlo y transformarlo. No se vence el dolor huyendo de él, sino abrazándolo y comprendiéndolo.
Márcio
Mendes
Libro:
“O dom das lágrimas”
Editora:
Canção Nova.
Adaptación
Del original en português
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