MANIFESTACIÓN DE LA PRESENCIA Y DE LA FUERZA DE DIOS.
Don de lágrimas parte XIX
En la Sagrada
Escritura, en la vida de la Iglesia y en la intimidad de la oración de los
hombres y mujeres de todos los tiempos, el llorar es una señal que manifiesta
de manera punzante la presencia del Espíritu Santo. Ciertamente, muchas veces
encontramos personas que creen que las lágrimas en la oración no pasan de ser
fruto de la fantasía o aún, de un mero emocionalismo. Y, en algunos casos,
ellas tienen razón, porque el don de lágrimas tiene más que ver con lo que se
derrama del corazón que con aquello que se derrama de los ojos. No basta
provocar los sentimientos y llorar por dentro, el corazón no cambia. Antes que
nada es necesario que las lágrimas sean interiores: de nada sirve llorar por
fuera si adentro el corazón poco es tocado, si queda indiferente y frío. El don
de lágrimas disuelve el corazón de piedra, derrite el hielo del alma, consume
todas nuestras escorias en el fuego del amor de Dios.
Fue por eso que,
cuando Jesús se apareció a los discípulos, les censuró la incredulidad y la
dureza del corazón (cfr. Mc 16,14). Les reprendió para liberarlos de un mal que
mantiene el alma paralizada, dormida. Dice la Sagrada Escritura que el
endurecimiento del corazón es el motivo por el cual muchas personas
enflaquecieron, perdieron el gusto por la vida, quedaron tristes y cada vez más
se apartaron de Dios (cfr. Ef 4,18)
Los profetas sabían
que el corazón endurecido era una desgracia para el pueblo. Y continuaba siéndolo.
El Espíritu revela que una persona que no se abre a la acción de Dios no puede
ser curada por él: “El Corazón de éste pueblo se ha endurecido. Se han tapado
los oídos, y cerrados los ojos; tienen miedo de ver con sus ojos y de oír con
sus oídos, pues entonces comprenderían y se convertirían, y yo los sanaría” Hch
28,27
Algunas veces pienso
que Jesús se espanta con la dureza de mi corazón. Y como un padre preocupado
con la seguridad y la felicidad de su hijo, también me dice a mi: “¿Será que tu
corazón es así tan insensible?!” (cfr. Mc 8,17) Con su amor Dios me conmueve y
libera de toda dureza.
Esa insensibilidad
endurece y mancha el alma. Es como si fuese una lepra. El pecado es la lepra
del corazón. Sabiendo que nada podemos contra esa dolencia, Dios mismo promete:
“Derramaré sobre ustedes aguas puras que los purificarán de todas su
inmundicias y de todas las abominaciones. Les daré un corazón nuevo y en
ustedes pondré un espíritu nuevo: tiraré de su pecho el corazón de piedra y les
daré un corazón de carne” (Ez 36,25-26) El corazón nuevo que Jesús vino a traer
solo es posible mediante el Espíritu Santo que lava nuestras inmundicias y
ablanda nuestra dureza. “Si es imposible lavar la ropa sucia sin
agua, todavía es más imposible, sin lágrimas, limpiar el alma de sus manchas y
suciedades”, dice San Simeón.
En cuanto a eso, los
hombres de Dios son de una misma opinión, sean ellos llamados carismáticos,
místicos o santos: es necesario buscar con todas las fuerzas y desde el fondo
del alma la compunción, porque por las lágrimas ella limpia el corazón. Al
mismo tiempo, purifica los sentimientos y calma las pasiones, arranca de
nuestros deseos toda basura y toda inmundicia, como si fuesen tumores. Simeón
afirma que, sin las lágrimas del alma todo es imposible, pero con ellas y por
medio de ellas, la compunción limpia, purifica y cura.
Márcio Mendes
Libro "O dom das lágrimas"
editorial Canção Nova.
Adaptación del original en português
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