El hombre no puede abandonar al prójimo, como tampoco puede, con la excusa de una vida activa, olvidarse de Dios
Jesús es nuestro modelo de servicio y humildad. Despojándose de su condición divina, el Hijo de Dios bajó hasta el abismo en que se encuentra el ser humano para rescatarlo del pecado. En esta actitud, demuestra toda la dinámica de la acción de Dios: Él vino a sufrir con nosotros, se hace presente en medio de nosotros, para que podamos imitarlo en el trato con nuestros hermanos, sobretodo con los más necesitado.
Creado a la imagen y semejanza de Dios, el hombre tiene una natural inclinación a hacer el bien. No se aquieta delante de una situación de evidente injusticia. Así como dice Jesús – “Yo vine para servir” (Mc 10, 45) -, también busca servir con un propósito importante, conviértete útil para la sociedad. Este deseo de servicio, por su vez, se expresa mejor en la vida de los santos, los mayores imitadores de Cristo. ¿Como no recordar, por ejemplo, el testimonio de la Madre Teresa de Calcuta, que pasó la vida cuidando de los más pobres y enfermos?, ¿del cuidado de San Juan Bosco por la juventud?, ¿de la caridad de San Francisco de Asís y de las obras de misericordia de la hermana Dulce? Todos estos santos fueron hombres y mujeres inflamados por el primer mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
El mundo requiere la presencia de cristianos capaces de santificar las realidades más marginadas de lo cotidiano. El hombre no puede olvidarse de la necesidades de los otros. Peor aún, una mala interpretación de este último, precepto puede guiar la negación de otro igualmente importante: el hombre no puede, a pretexto de una vida activa, olvidarse de Dios. Esto significa que solo almas de vida interior, esto es, personas de profundo espíritu de oración y contemplación, pueden, de hecho, santificar las realidades más marginalizadas de lo cotidiano. Los santos que mencionamos anteriormente fueron heroicos en sus actividades apostólicas no tanto por la osadía, sino porque supieron solidificar sus proyectos en la roca de la oración. Cuando preguntaban a la Madre Teresa cual era tu secreto para conseguir cuidar de los leprosos, ella respondía: “Yo rezo”.
Existe un materialismo en los días de hoy, que, en el plan de los proyectos pastorales y caritativos, relativiza la importancia de la oración, considerando algo secundario o, a menudo, irrelevante. Con efecto, para convertirse servidor de la humanidad, el hombre deja de servir a Dios. Esto muestra como también los proyectos pastorales pueden ser becerros de oro. Cristo, antes de iniciar su ministerio público, antes de sanar y alimentar los pobres, fue al desierto a ayunar y hacer penitencia. Pero pasó 30 años oculto en el silencio de la casa de su Madre. Y nadie, en su sano juicio, podría decir que Él dejó de salvar almas durante este tiempo que se ocultó de la oración. Al contrario, “Jesucristo dio más gloria a Dios Padre por su sumisión a María durante treinta años que les habría dado se convirtiera toda la Tierra operando los mayores prodigios”. [1] Un verdadero servició a los hombres requiere un verdadero servició a Dios.
Juan Pablo I, meditando sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, meditaba así:
“Hablar, proponer cosas bellas, diseñar programas es demasiado fácil; lo difícil es hacer, cumplir. ¿No tienes la impresión de que hoy estamos multiplicando reuniones, congresos, comisiones para discutir y programar? ¿No seria el caso de reducir un poco tanta investigación y debate, para dedicar un poco más de tiempo a rezar, a reflexionar un poco más, en silencio, y después remangar las mangas y ponerse a trabajar? ¿No va ser esta, quizá, la mejor forma de vivir el ‘post Concilio’ y de situarnos equilibrados entre tradiciones y renovación?”[2].
El cristiano busca preocuparse con el hombre en su integridad: espíritu, alma y cuerpo. No hace parte del cristianismo aquella teología ya varias veces condenada que, “delante de la urgencia de los problemas”, acentúa unilateral la liberación de la esclavitud de la orden terrena y temporal, dando la impresión de relegar al segundo plano la liberación del pecado y por lo tanto de no darle prácticamente la importancia primordial que compete a Él” [3].
La eficacia pastoral depende de esta conciencia sobre el pecado y, sobre todo, de la ayuda de la gracia. El hombre es solo un instrumento de la providencia divina. Es la gracia de Dios que realiza todos los prodigios manifestados en la vida de los santos. Es la gracia de Dios que libera la humanidad tanto de los males espirituales cuanto de los materiales. Santa Teresa no fue menos caritativa, rezando por la conversión de un ladrón condenado a la muerte, que San Francisco de Asís, alimentado algunos mendigos. La mayor obra de caridad que un padre puede hacer por alguien es escuchar su confesión. Esta es la humildad de Cristo: Él vino para servir al hombre con totalidad. Vino para guiar a Jerusalén Celeste, en la casa de los santos y de los ángeles, a la casa de Dios.
p. Paulo Ricardo
fuente: Portal Canción Nueva en español
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