Al orar con las lecturas de la liturgia de la Cena del Señor, el Jueves Santo, me sorprendo con la concurrencia de los textos. En todos ellos hay una llamada especial a cumplir una tradición.
Desde los tiempos de Moisés, el pueblo judío tiene el mandato de celebrar la Pascua: “Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre” (Ex 12, 14). San Pablo apela a la tradición que ha recibido: “Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido” (1Co 11, 23). Y el Evangelio, según san Juan, refiere el mandato de Jesús de hacer lo que Él mismo hizo: “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13, 14-15).
A la luz de los textos que se proclaman en la misa de la Cena del Señor, he comprendido mejor lo que supone celebrar una tradición. En los pueblos y ciudades, en muchas comunidades y familias hay ritos, costumbres intocables, porque son herencia como signos de identidad. ¿Quién no conoce lo que supone la Semana Santa en Sevilla; el Corpus en Toledo; la ofrenda de flores a la Virgen en Valencia…? Guardar la tradición significa respeto a los que nos han precedido, y es señal de pertenencia.
A poco que se conozca a un pueblo o a una comunidad, se sabe que hay algo intocable, sus tradiciones; en ellas sienten su honor. Romper la tradición o maltratarla es desacato y traición que difícilmente se perdona.
La tradición conserva una herencia de manera colectiva, social y familiar. Se afirma con ella todo el grupo, se cohesiona la familia, se aglutina el pueblo, se hace más recia la pertenencia y los vínculos llegan a ser sagrados.
En el contexto del significado de la tradición, se comprende mejor qué es celebrar lo que nos dejó Jesús como herencia y testamento: tanto la fracción del pan como el lavatorio de los pies.
En la noche del Jueves Santo, Jesús nos deja vinculados con el doble mandato de celebrar la Eucaristía y la relación fraterna. Quien no cumpla esta tradición se desnaturaliza, pierde pertenencia, arriesga su identidad cristiana, queda desprotegido, solitario, a la intemperie.
El Maestro nos ha dejado como tradición vinculante celebrar la Eucaristía y servirnos unos a otros con humildad, respeto, entrega generosa. A su vez, ser fieles a lo que hemos recibido significa novedad. Así nos lo presenta Jesús, como mandamiento nuevo y como alianza nueva y eterna. No es un tradicionalismo mimético, sino una celebración viva, actual, consciente. «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.» Lo mismo hizo con la copa, después de cenar, diciendo: «Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía» (1Co 11, 24-25).
Sorprende que la palabra tradición tenga la misma raíz que traición. Y yo pienso: Quien no guarda la tradición, traiciona. Solo nos queda hacer como nos indica el salmista: “Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo” (Sal 115).
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