¿POSTRADO, DE RODILLAS O DE PIÉ?
Si visitas las
catacumbas en Roma, encontrarás una cosa muy interesante pintada en sus
paredes. Allí están retratados, hace casi dos mil años, hombres y mujeres de
oración. Ellos están de pie, la cabeza erguida y los ojos abiertos. Tienen los
brazos levantados y sus manos abiertas, están vueltas a lo alto. Esa es la
posición de quien reza con un gran amor y confianza. Es la posición de quien
está pronto para abrazar y dejarse abrazar. Los que se ponen así, en la
presencia de Dios demuestran que confían en su amor. Entonces de brazos abiertos
porque saben que el Espíritu Santo ya llegó y en cualquier momento irrumpirá
sobre ellos.
Rezan parados,
erguidos, porque Dios los puso de pie: “(…)
levántense, y levanten su cabeza, porque esta es la hora de su liberación” (cfr. Lc 21,28) Sus ojos están fijos en Dios. Sus
rostros, vueltos para el cielo, como esperando la fina lluvia de las gracias o los
rayos de luz del Espíritu.
Muchas veces, cuando
llegan delante de Jesús, están postrados por el cansancio y por el dolor. Para
socorrerlos rápidamente el Espíritu Santo los toca con la Palabra de Dios, pues
el don de las lágrimas se despierta con la escucha de la Palabra: “No se asemeja mi Palabra al fuego que quema, -Oráculo
del señor-, o al martillo que rompe la roca? (Jer 23,29) La Palabra de Dios es como el fuego y como el martillo
capaz de romper el más duro peñazco. Ella alcanza de lleno el corazón de
piedra, rompiendo la roca y haciendo brotar de él las lágrimas.
Con su Palabra, Dios
hiere para curar.
Hiere al hombre corrupto
y malicioso que existe en cada uno de nosotros para salvar el hombre nuevo. Con
ese golpe, el cuerpo siente y se curva, pues cuando la oración es verdadera, es
profunda, el cuerpo no queda afuera.
Es así: llegamos
delante de Jesús maltratados, heridos y humillados, llegamos todos torcidos y
deformados por el pecado y pedimos socorro: “Señor, cúrame!”, “Señor, sálvame!”.
Y Jesús nos pone de pie. Levanta nuestra cabeza. Restituye nuestra esperanza y
nuestra vida. El mismo nos endereza y nos hace caminar. Después que él pone sus
manos sobre nosotros, quedamos curados y volvemos a ver. La alegría vuelve.
Nuestra boca se llena de sonrisas. Y su amor nos hace de nuevo amar la vida.
Cuando comenzamos a
rezar en un momento de sufrimiento y dolor, en un momento en que fuimos
engañados y la desilusión nos arrasó, cuando la muerte de alguien amado parece
que va a matar también nuestro corazón con un dolor que no tiene fin, entonces
vale la pena comenzar a orar con la cabeza postrada en el suelo, con el cuerpo
doblado sobre si, con el rostro cubierto con las manos y llorar para que se
vacíe de todo dolor, toda tristeza y todo rencor. Después, es importante quedar
de rodillas y pedir a Dios que abra nuestro corazón para oírlo, amarlo y
recibirlo dentro de nosotros. Pero déjenme revelarles un secreto de sanación
que sólo es conocido por hombres y mujeres de oración: la sanación solo
comienza cuando nos levantamos totalmente, respiramos hondo, levantamos
nuestras manos a lo alto y con los ojos fijos en Dios experimentamos la llegada
del Espíritu Santo. El Espíritu Santo viene donde él es amado, invocado y
esperado. El nunca deja de venir. Comenzamos la oración postrados entre gemidos
y lágrimas, entonces de rodillas suplicamos a Dios su socorro y, por fin,
quedamos de pié en una profunda alabanza y gran alegría por la certeza de la
victoria. Experimenta y mira si eso, en Jesús, no produce verdadera sanación!
Las lágrimas más
dulces son las que nos llenan los ojos cuando, iluminados por el Espíritu Santo
experimentamos cuán “bueno es el Señor, su misericordia es eterna y su
fidelidad sin fin” (cfr. Sal 99). Si en el cielo existe llanto, ciertamente es
de alegría.
Así lloraba Simeón,
y sus lágrimas de arrepentimiento se transformaban siempre en lágrimas de
silencio y encanto. Lleno de consuelo, Simeón decía: “Bienaventurados los que siempre lloran amargamente
sus pecados, porque brillará la luz y transformará las lágrimas amargas en
dulces”
Así lloraba San
Francisco de Asís, que apasionado por Dios, siempre dejaba correr lágrimas de
amor. Cuando, por su dolencia en los ojos, los médicos le prohibieron llorar,
les garantizó que prefería morir a no poder conmoverse más con la pasión de Su
Señor.
Tu puedes hacer eso
ahora mismo si así lo quieres y, entonces, podrás decir:
“Tú convertiste
mi lamento en júbilo, me quitaste el luto y me vestiste de fiesta,
para que mi
corazón te cante sin cesar. ¡Señor, Dios mío, te daré gracias eternamente!”
Salmo 30,12-13
Márcio Mendes
Libro "O dom das lágrimas"
editorial Canção Nova
adaptación del original en português
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