jueves, 2 de abril de 2015

LLORAR POR LOS OTROS


Quedo muy impresionado con las dificultades que tienen algunas personas en creer que Dios pueda cambiar a alguien en un momento de oración, en una misa, o aún en un retiro de fin de semana. No es que la persona se vuelva santa de la noche a la mañana. Pero su corazón cambia, y toda su vida comienza a ser transformada.

Yo había acabado de hacer una prédica cuando una persona me llamó en particular y pidió que le mirase a los ojos. Ella temblaba en un nerviosismo descontrolado. Me fue diciendo:

“Estoy apostando toda mi vida en este encuentro de oración. Participe este día de hoy y volveré en el día de mañana. Es mi última esperanza. Yo estoy apostando todo. Si no me encuentro aquí, ya no sabré qué hacer”. Intenté conversar, pero ella se apartó llorando. Yo no tenía dudas de que ella estaba oprimida y que un peso de muerte la aplastaba. Al otro día, cuando Jesús eucarístico entró en el salón donde orábamos, pedimos a Él con mucha confianza que derramase su Espíritu Santo. Desde donde yo estaba pude ver el momento exacto en que ella se abrió a Dios y se entregó en oración.

Aquella mujer deseó intensamente que el Espíritu Santo viniese sobre ella, habitase en su corazón y actuase liberándola. Ella había leído el libro “Venciendo aflicciones, alcanzando milagros” y, al leer los relatos con los testimonios de tantas personas que contaban la historia de sus vidas cambiadas a través de la oración, vidas que se volvieron alegres y radiantes, se sintió estimulada a participar de un retiro espiritual en nuestra comunidad. Ella había sido movida por la curiosidad, apenas para ver. De repente fue apañada por Dios después de un momento de duda y de resistencia. Ella había oído atentamente la Palabra de Dios y todas las instrucciones en preparación para aquel momento.

Después que Jesús en el Santísimo Sacramento se aproximó a ella, pidió a los que estaban cercanos que colocasen las manos sobre ella y rezasen. Fue el gran momento! Muchos de los que estaban próximos rezaron colocando las manos sobre su cabeza y sobre sus hombros, pero sólo Dios actuó. Por fuera, aparentemente nada cambió. Pero una paz, una alegría, un gusto profundo por la oración fueron apareciendo con el correr del encuentro y en los días que siguieron. Una fuerza de Dios irrumpió, tomó posesión de todo su ser, corazón, espíritu, sensibilidad. Lágrimas de alivio brotaron como si toda presión interior se fuese ablandando hasta transformarse en una gran y feliz calma. A partir de entonces todo se volvió agradecimiento y alabanza.

Llegado el intervalo, en el momento en que salía del salón, ella vino a mi encuentro y me dijo: “No se preocupe más. Ya no precisa hablar conmigo. Dios me dio lo que precisaba”. Yo poco sabía de qué se trataba, pero sabía que era importante. Sabía que ella había recibido más de lo que esperaba. Su rostro no lo negaba. Ella estaba tomada por la alegría y la paz.

Si al llorar, ofreces a Dios tus lágrimas, ellas se volverán sagradas.

Si enderezas tu llanto sobre ti mismo por los propios pecados, por alguien que precisa o aún por Dios mismo, ése llanto se transforma en un llanto liberador; donde podrás experimentar una inmensa y profunda paz. Las lágrimas, una vez derramadas van a deshacer toda dureza del corazón y van a llevar a la persona más cerca de Dios.

En todos los lugares por donde voy, una experiencia se repite. Veo siempre el Espíritu Santo restituir la vida a personas que ya no tenían la menor fuerza para vivir. El toma la persona hecha añicos, recoge sus pedazos y salva de la muerte, de la desesperanza, de la tristeza, del suicidio. Cuando el Espíritu Santo distribuye sus dones y actúa en los grupos de oración, los oprimidos se vuelven libres, los tímidos hablan, la vida vence a la muerte, y la amistad une a las personas.

Esa obra maravillosa no puede ser producida por poderes humanos.
Ser carismático es actuar por la fuerza del Espíritu Santo.
Es dispensar la fuerza del mundo para vivir del poder de Dios. Esa capacidad extraordinaria, ese vigor, esa experiencia de liberación, de sanación y salvación solo la vive quien renuncia a los poderes de este mundo. Tal como en las lágrimas, es una fragilidad que esconde en sí un poder divino.

Luzía Santiago me contó que, cierta vez, hace muchos años, fue recibida por el gerente de un banco bajo muchas humillaciones. Al ver el nombre de Canción Nueva y de monseñor Jonas Abib tan maltratado y calumniado, ella no resistió y lloró. Agradeció al gerente y salió de su oficina. Las lágrimas gruesas que corrieron por su rostro transformaron la dureza del corazón de aquel hombre que mandó traerla de vuelta. El gerente le dijo: “Al ver sus lágrimas percibí cuanto usted cree en ese padre. Siendo así, yo también voy a creer”. Y prestó el dinero que Canción Nueva estaba necesitando. No sólo eso: aquel hombre se volvió un amigo.

Cuando se llora por amor al Evangelio y por amor a la Iglesia, las lágrimas tienen fuerza de conversión. Son por eso, también un servicio a Dios, son un carisma. El Espíritu Santo confiere a ciertas personas un poder real, un poder de convencer, poder de penetrar los corazones con verdad y autoridad y hasta las mismas lágrimas se vuelven “una demostración del Espíritu y del poder divino, para que la fe no se base en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (cfr. 1 Cor 2,4-5) Dios ya preparó esas personas que son revestidas de su poder. No es como el poder de este mundo que cuenta con la fuerza y con la capacidad de imponer su voluntad. El poder dado a los cristianos, aquel poder que Dios confirió a los hombres y a la mujer carismáticos, no dispone de fuerza bruta, pero es antes que nada un poder espiritual, poder de aumentar la fe de las personas, poder de dirigir la oración y poder de transformar por el amor.

El poder del hombre y de la mujer de Dios es diferente de las fuerzas de este mundo y a ellas se opone: en vez de otorgar fama, gloria, respetabilidad, ventajas y placeres, trae humillaciones, disgustos, sufrimientos, privaciones y persecuciones. La mayoría de las veces, quien sirve a Jesús es humillado y esa humillación acompaña el carisma que la persona recibió. Aún así, por causa de esas luchas, dolores y sufrimientos de esos hombres y mujeres, mucha gente experimenta a Dios, crece en la fe y acepta la salvación.

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