jueves, 2 de abril de 2015

RESONAR DE LA PALABRA - 02 ABR 2015

Lectura del santo evangelio según san Juan (13,1-15)
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»Jesús le replicó: «Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.»Pedro le dijo: «No me lavarás los pies jamás.»Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.»Simón Pedro le dijo: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»Jesús le dijo: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos.»Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.» Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.»
Palabra de Dios

Comentario al Evangelio de hoy jueves, 2 de abril de 2015

Queridos amigos:
Compartir el pan y beber de la misma copa eran gestos muy elocuentes en tiempos de Jesús. A través de ellos se establecía una profunda comunión con los demás y con la naturaleza. El pan y el vino, frutos de la tierra y del trabajo de los hombres, se convierten en alimento después de un proceso de transformación. Tienen que morir los granos de trigo y las uvas del racimo para que nazca el pan blanco y el vino rojo. Cuando Jesús entrega a sus discípulos estos dones, les está anticipando su final y, al mismo tiempo, les está ofreciendo un programa de vida: “Vosotros podéis ser alimento para los demás si aceptáis ser molidos (como los granos) o triturados (como las espigas)”. En esto consiste la eucaristía. Por eso, como nos recuerda la carta a los Corintios, cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz proclamamos la muerte del Señor hasta que él vuelva, reproducimos el sentido de su vida entregada.
¿Entendemos esto cuando celebramos la eucaristía? Si lo entendiéramos, ¿cómo podemos preguntar, una y otra vez, “para qué sirve la eucaristía”? ¡Sirve para vivir! Es el símbolo y la fuente de la vida. Sin entrar en comunión con el Cristo que se da somos incapaces de dejarnos triturar en el lagar de la vida, nos resistimos a todas las muertes y no encontramos sentido a nada de lo que hacemos. Sin eucaristía, nuestra existencia se reduce a una exhibición estéril.
Como hoy no estamos muy adiestrados en descifrar símbolos, el evangelio de Juan nos ofrece una traducción eucarística apta para todos los públicos. Vive la eucaristía quien reproduce la vida de Jesús, que no ha venido a ser servido sino a servir. Por eso, en el Jueves Santo, se coloca ante nuestros ojos el icono del Jesús que lava los pies a sus discípulos. El Señor se convierte en siervo y los siervos en señores. La conclusión es clara: También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros.
Os propongo la siguiente parábola:
En un encuentro comunitario, el Abad confesó con sencillez a los monjes: Cuando yo era adolescente, tenía la ambición de ser el primero en todo: quería ser el más guapo, el más listo, el más alto, el más rico, el más joven, el más bueno, el más sabio.
Pronto descubrí que esta ambición me quitaba la vida, pero no sabía qué hacer, porque veía que no es posible renunciar al ideal sin traicionarse y me parecía que ser el primero era, sin duda, el ideal.
Tardé mucho en comprender que el ideal está en ocupar el último puesto, que es el puesto del servicio y, por lo mismo, del amor. Esto dio un sentido nuevo a mi vida.
Ahora caigo en la cuenta de que pretender el último puesto es demasiado para mí, porque ese sitio se lo ha reservado el Señor, y él no lo cede, aunque sí lo comparte con quien se lo pide. Yo se lo pido, muy consciente de que no lo merezco, y me siento feliz. ¡Ahora, vivo!

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