Los contemporáneos de Cristo tenían sus propias ideas preconcebidas de cómo debía ser el Mesías, y Jesús no coincidía con sus expectativas. Encerrados en sus propios conceptos de la realidad, muchos tuvieron la oportunidad de ver y oír a Jesús, pero no quisieron reconocerlo ni aceptar que Dios estaba actuando por su mano. Preferían sus propios razonamientos y sus puntos de vista, lo mismo que los niños obstinados. Lamentablemente, por eso mismo no recibieron la bendición de Cristo.
Pero, ¿no es cierto que hoy casi todos actuamos de la misma manera? Posiblemente tengamos decidido ya cuánto puede pedirnos Dios, y nada más; tal vez hayamos permitido que una buena amistad se arruinara por no querer renunciar a una opinión empecinada sobre algo de poca importancia. Quizá uno no le esté dando a su cónyuge la oportunidad de demostrar que ha cambiado porque no acepta sus explicaciones, o a lo mejor ha juzgado al sacerdote con demasiada severidad por lo que dijo en el sermón del domingo. ¡O quién sabe si uno se ha perdido la oportunidad de hacer una buena amistad porque no le gustó cómo iba vestida la otra persona!
Cuando nos distanciamos de los demás o los desestimamos por prejuicios y convicciones erróneas, no solamente los hacemos sufrir a ellos; nosotros sufrimos también. Jesús reconocía que los que se le oponían tenían el corazón endurecido. Pidámosle al Espíritu Santo que nos ablande el corazón y nos libre de todos los prejuicios y conceptos erróneos que nos mantienen atados; busquemos al Señor para que cada día nos llene de su sabiduría y así podamos experimentar su vida en nuestro interior.
“Abre mis ojos, Jesús mío,para que vea que tú eres realmente el Señor y el Mesías.Quita de mi corazón todo obstáculo para que yo reciba tu preciosa presencia en mi vida.”
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