2 de marzo de 2018.
El viernes 2 de marzo, en torno a las 9 de la mañana en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico Vaticano, el Padre Raniero Cantalamessa impartió su segunda predicación de Cuaresma, ante el Papa Francisco y la Curia vaticana, inspirada en la llamada universal a la santidad que propone el Concilio Vaticano II, concretamente en Lumen gentium, una de sus constituciones dogmáticas.
El predicador destaca la preocupación general del Concilio por volver a las fuentes bíblicas y patrísticas, superando, también en este campo; el planteamiento escolástico dominante durante siglos. Se trata, por tanto, de tomar conciencia de esta visión renovada de la santidad y hacerla pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa.
Y para consolidar esta idea, cita el número 40 de Lumen Gentium: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron».
Asimismo, el padre Cantalamessa explica que una de las mayores diferencias entre la visión bíblica de la santidad y la de la escolástica está en el hecho de que las virtudes no se basan tanto en la «recta razón» (la recta ratio aristotélica), sino en el kerigma; ya que ser santo no significa seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino seguir a Cristo. En consecuencia, la santidad cristiana es esencialmente cristológica: consiste en la imitación de Cristo y, en su cumbre —como dice el Concilio—en la «perfecta unión con Cristo».
«La Caridad no tenga ficciones» - El amor cristiano
1. En las fuentes de la santidad cristiana
Junto con la llamada universal a la santidad, el Concilio Vaticano II ha dado también indicaciones precisas sobre qué se entiende por santidad, en qué consiste. En la Lumen gentium se lee:
«El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40).
Todo esto se resume en la fórmula: «La santidad es la perfecta unión con Cristo» (LG 50). Esta visión refleja la preocupación general del Concilio de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas, superando, también en este campo, el planteamiento escolástico dominante durante siglos. Ahora se trata de tomar conciencia de esta visión renovada de la santidad y hacerla pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa y —¿por qué no?— también a la visión teológica en la que se inspira la praxis de la Congregación de los Santos .
Una de las diferencias mayores entre la visión bíblica de la santidad y la de la escolástica está en el hecho de que las virtudes no se basan tanto en la «recta razón» (la recta ratio aristotélica), cuanto en el kerigma; ser santo no significa seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino seguir a Cristo. La santidad cristiana es esencialmente cristológica: consiste en la imitación de Cristo y, en su cumbre —como dice el Concilio— en la «perfecta unión con Cristo».
La síntesis bíblica más completa y más compacta de una santidad basada en el kerigma es la trazada por san Pablo en la parte parenética de la Carta a los Romanos (cap. 12-15). Al comienzo de ella, el Apóstol da una visión recopilatoria del camino de santificación del creyente, de su contenido esencial y de su objetivo:
«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2).
Hemos meditado la vez pasada en estos versículos. En las próximas meditaciones, partiendo de lo que sigue en el texto paulino y completándolo con lo que el Apóstol dice en otros lugares sobre el mismo tema, intentaremos poner de relieve los rasgos más destacados de la santidad, lo que hoy se llaman las «virtudes cristianas» y que el Nuevo Testamento define como los «frutos del Espíritu», las «obras de la luz», o también «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús» (Flp 2,5).
A partir del capítulo 12 de la Carta a los Romanos se enumeran todas las principales virtudes cristianas, o frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la humildad, la obediencia, la pureza. No como virtudes que hay que cultivar por sí mismas, sino como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del bautismo. La sección comienza con una conjunción que, por sí sola, es un tratado: «Os exhorto, pues…». Ese «pues» significa que todo lo que el Apóstol diga desde este momento en adelante no es más que la consecuencia de lo que ha escrito en capítulos anteriores sobre la fe en Cristo y sobre la obra del Espíritu. Reflexionaremos sobre cuatro de estas virtudes: caridad, humildad, obediencia y pureza.
2. Un amor sincero
El ágape, o caridad cristiana, no es una de las virtudes, aunque fuera la primera; es la forma de todas las virtudes, aquella de la que «dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22,34; Rom 13,10). Entre los frutos del Espíritu que el Apóstol enumera en Gál 5,22, encontramos en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…». Y con él, coherentemente, comienza también la parénesis sobre las virtudes en la Carta a los Romanos. Todo el capítulo duodécimo es una sucesión de exhortaciones a la caridad:
«Que vuestro amor no sea fingido [...];amaos cordialmente unos a otros,cada cual estime a los otros más que a sí mismo…» (Rm 12,9ss).
Para captar el alma que unifica todas estas recomendaciones, la idea de fondo, o, mejor dicho, el «sentimiento» que Pablo tiene de la caridad hay que partir de esa palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea fingido!». No es una de tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las demás. Contiene el secreto de la caridad.
El término original usado por san Pablo y que se traduce «sin fingimiento», es anhypòkritos, es decir, sin hipocresía. Este vocablo es una especie de luz-espía; es, efectivamente, un término raro que encontramos empleado, en el Nuevo Testamento, casi exclusivamente para definir el amor cristiano. La expresión «amor sincero» (anhypòkritos) vuelve de nuevo en 2 Cor 6, 6 y en 1 Pe 1, 22. Este último texto permite captar, con toda certeza, el significado del término en cuestión, porque lo explica con una perífrasis; el amor sincero —dice— consiste en amarse intensamente «de corazón».
San Pablo, pues, con esa simple afirmación: «¡Que vuestro amor no sea fingido!», lleva el discurso a la raíz misma de la caridad, al corazón. Lo que se requiere del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido. También en esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús; en efecto, él había indicado, repetidamente y con fuerza, el corazón, como el «lugar» donde se decide el valor de lo que el hombre hace (Mt 15,19).
Podemos hablar de una intuición paulina, respecto a la caridad; ésta consiste en revelar, detrás del universo visible y exterior de la caridad, hecho de obras y de palabras, otro universo interior, que es, respecto del primero, lo que es el alma para el cuerpo. Encontramos esta intuición en el otro gran texto sobre la caridad, que es 1 Cor 13. Lo que san Pablo dice allí, mirándolo bien, se refiere todo a esta caridad interior, a las disposiciones y a los sentimientos de caridad: la caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no se irrita, todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera… Nada que se refiera, en sí y directamente, al hacer el bien, o las obras de caridad, pero todo se reconduce a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes de la beneficencia.
Es el Apóstol mismo quien explicita la diferencia entre las dos esferas de la caridad, diciendo que el mayor acto de caridad exterior (el distribuir a los pobres todas las propias riquezas) no valdría para nada, sin la caridad interior (cf. 1 Cor 13,3). Sería lo opuesto de la caridad «sincera». La caridad hipócrita, en efecto, es precisamente la que hace el bien, sin quererlo, que muestra al exterior algo que no se corresponde con el corazón. En este caso, se tiene una apariencia de caridad, que puede, en última instancia, ocultar egoísmo, búsqueda de sí, instrumentalización del hermano, o incluso simple remordimiento de conciencia.
Sería un error fatal contraponer entre sí caridad del corazón y caridad de los hechos, o refugiarse en la caridad interior, para encontrar en ella una especie de coartada a la falta de caridad activa. Sabemos con cuanto vigor la palabra de Jesús (Mt 25), de Santiago (2,16 s) y de san Juan (1 Jn 3,18) impulsan a la caridad de los hechos. Sabemos de la importancia que san Pablo mismo daba a las colectas en favor de los pobres de Jerusalén.
Por lo demás, decir que, sin la caridad, «de nada me sirve» incluso el dar todo a los pobres, no significa decir que esto no sirve a nadie y que es inútil; significa, más bien, decir que no me sirve «a mí», mientras que puede beneficiar al pobre que lo recibe. No se trata, pues, de atenuar la importancia de las obras de caridad, sino de asegurarlas un fundamento seguro contra el egoísmo y sus infinitas astucias. San Pablo quiere que los cristianos estén «arraigados y fundados en la caridad» (Ef 3,17), es decir, que la caridad sea la raíz y el fundamento de todo.
Cuando amamos «desde el corazón», es el amor mismo de Dios «derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo» (Rom 5,5) el que pasa a través de nosotros. El actuar humano es verdaderamente deificado. Llegar a ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4) significa, en efecto, ser partícipes de la acción divina, la acción divina de amar, ¡desde el momento en que Dios es amor!
Nosotros amamos a los hombres no sólo porque Dios les ama, o porque él quiere que nosotros les amemos, sino porque, al darnos su Espíritu, él ha puesto en nuestros corazones su mismo amor hacia ellos. Así se explica por qué el Apóstol afirma inmediatamente después: «No tengáis ninguna deuda con nadie, sino la de un amor recíproco, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8).
¿Por qué, nos preguntamos, una «deuda»? Porque hemos recibido una medida infinita de amor a distribuir a su tiempo entre los consiervos (cf. Lc 12,42; Mt 24,45 ss.). Si no lo hacemos defraudamos al hermano de algo que le es debido. El hermano que se presenta a tu puerta quizás te pide algo que no eres capaz de darle; pero si no puedes darle lo que te pide ten cuidado de no despedirlo sin lo que le debes, es decir, el amor.
3. Caridad con los de fuera
Después de habernos explicado en qué consiste la verdadera caridad cristiana, el Apóstol, a continuación de su parénesis, muestra cómo este «amor sincero» debe traducirse en acto en las situaciones de vida de la comunidad. Dos son las situaciones en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere a las relaciones ad extra de la comunidad, es decir, con los de fuera; la segunda, las relaciones ad intra, entre los miembros de la misma comunidad. Escuchemos algunas recomendaciones que se refieren a la primera relación, con el mundo externo:
«Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis [...].Procurad lo bueno ante toda la gente; En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo. No os toméis la venganza por vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia [...]. Por el contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber [...]. No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,14- 21).
Nunca, como en este punto, la moral del Evangelio parece original y diferente de cualquier otro modelo ético, y nunca la parénesis apostólica parece más fiel y en continuidad con la del Evangelio. Lo que hace todo esto particularmente actual para nosotros es la situación y el contexto en el que esta exhortación se dirige a los creyentes. La comunidad cristiana de Roma es un cuerpo extraño en un organismo que —en la medida en que se da cuenta de su presencia— lo rechaza. Es una isla minúscula en el mar hostil de la sociedad pagana. En circunstancias como ésta sabemos lo fuerte que es la tentación de encerrarse en sí mismos, desarrollando el sentimiento elitista e irritable de una minoría de salvados en un mundo de perdidos. Con este sentimiento vivía, en aquel mismo momento histórico, la comunidad esenia de Qumrán.
La situación de la comunidad de Roma descrita por Pablo representa, en miniatura, la situación actual de toda la Iglesia. No hablo de las persecuciones y del martirio al que están expuestos nuestros hermanos de fe en tantas partes del mundo; hablo de la hostilidad, del rechazo y a menudo del profundo desprecio con que no sólo los cristianos, sino todos los creyentes en Dios son vistos en amplias capas de la sociedad, en general los más influyentes y que determinan el sentir común. Ellos son considerados, precisamente, cuerpos extraños en una sociedad evolucionada y emancipada.
La exhortación de Pablo no nos permite perdernos un solo instante en recriminaciones amargas y polémicas estériles. No se excluye naturalmente el dar razón de la esperanza que hay en nosotros «con dulzura y respeto», como recomendaba san Pedro (1 Pe 3,15-16). Se trata de entender cuál es la actitud del corazón que hay que cultivar en relación a una humanidad que, en su conjunto, rechaza a Cristo y vive en las tinieblas en lugar de la luz (cf. Jn 3,19). Dicha actitud es la de una profunda compasión y tristeza espiritual, la de amarlos y sufrir por ellos; hacerse cargo de ellos delante de Dios, como Jesús se hizo cargo de todos nosotros ante el Padre, y no dejar de llorar y rezar por el mundo.
Este es uno de los rasgos más bellos de la santidad de algunos monjes ortodoxos. Pienso en san Silvano del Monte Athos. Él decía:
«Hay hombres que auguran a sus enemigos y a los enemigos de la Iglesia la ruina y los tormentos del fuego de la condenación. Piensan de este modo, porque no fueron instruidos por el Espíritu Santo en el amor de Dios. En cambio, quien verdaderamente lo ha aprendido derrama lágrimas por el mundo entero. Tú dices: “Es malvado y que se queme en el fuego del infierno”. Pero yo te pregunto: “Si Dios te diera un buen lugar en el Paraíso y vieras arrojado en las llamas a quien tú se lo augurabas, quizás ni siquiera entonces te dolerías por él, quienquiera que fuera, aunque fuera enemigo de la Iglesia» .
En la época de este santo monje, los enemigos eran sobre todo los bolcheviques que perseguían a la Iglesia de su amada patria, Rusia. Hoy el frente se ha ampliado y no existe «telón de acero» al respecto. En la medida en que un cristiano descubre la belleza infinita, el amor y la humildad de Cristo, no puede prescindir de sentir una profunda compasión y sufrimiento por quien voluntariamente se priva del bien más grande de la vida. El amor se hace en él más fuerte que cualquier resentimiento. En una situación similar, Pablo llega a decir que está dispuesto a ser él mismo «anatema, separado de Cristo», si esto podía servir para que le aceptaran por los de su pueblo que permanecieron fuera (cf. Rom 9,3)
4. La caridad ad intra
El segundo gran campo de ejercicio de la caridad se refiere, se decía, a las relaciones dentro de la comunidad, en concreto, cómo gestionar los conflictos de opiniones que surgen entre sus diversos componentes. A este tema el Apóstol dedica todo el capítulo 14 de la Carta.
El conflicto entonces en curso en la comunidad romana estaba entre los que el Apóstol llama «los débiles» y los que llama «los fuertes», entre los cuales se pone a sí mismo («Nosotros que somos los fuertes…») (Rom 15,1). Los primeros eran aquellos que se sentían moralmente obligados a observar algunas prescripciones heredadas de la ley o por anteriores creencias paganas, como el no comer carne (en cuanto que existía la sospecha de que hubiera sido sacrificado a los ídolos) y el distinguir los días en prósperos y perniciosos. Los segundos, los fuertes, eran los que, en nombre de la libertad cristiana, habían superado esos tabúes y no distinguían un alimento de otro, o un día de otro. La conclusión del discurso (cf. Rom 15,7-12) nos hace comprender que en el trasfondo está el habitual problema de la relación entre creyentes provenientes del judaísmo y creyentes procedentes de los gentiles.
Las exigencias de la caridad que el Apóstol inculca en este caso nos interesan en grado sumo, porque son las mismas que se imponen en cualquier tipo de conflicto intraeclesial, incluidos los que vivimos hoy, tanto a nivel de la Iglesia universal como de la comunidad en que cada uno vive.
Los criterios que el Apóstol sugiere son tres. El primero es seguir la propia conciencia. Si uno está convencido en conciencia de cometer un pecado haciendo una cierta cosa, no debe hacerla. «De hecho, todo lo que no viene de la conciencia —escribe el Apóstol— es pecado» (Rom 14,23). El segundo criterio es respetar la conciencia ajena y abstenerse de juzgar al hermano:
«Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? […] Dejemos, pues, de juzgarnos unos a otros; cuidad más bien de no poner tropiezo o escándalo al hermano» (Rom 14,10.13).
El tercer criterio afecta principalmente a los «fuertes» y es evitar dar escándalo:
«Sé, y estoy convencido en el Señor Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro por sí mismo; lo es para aquel que considera que es impuro. Pero si un hermano sufre por causa de un alimento, tú no actúas ya conforme al amor: no destruyas con tu alimento a alguien por quien murió Cristo [...] procuremos lo que favorece la paz y lo que contribuye a la edificación mutua» (Rom 14,14-19).
Sin embargo, todos estos criterios son particulares y relativos, respecto a otro que, en cambio, es universal y absoluto, el del señorío de Cristo. Escuchemos cómo lo formula el Apóstol:
«El que se preocupa de observar un día, se preocupa por causa del Señor; el que come, come por el Señor, pues da gracias a Dios; y el que no come, no come por el Señor y da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos» (Rom 14, 6-9).
Cada uno es invitado a examinarse a sí mismo para ver qué hay en el fondo de su elección: si existe el señorío de Cristo, su gloria, su interés, o en cambio no, más o menos larvadamente, su afirmación, el propio «yo» y su poder; si su elección es de naturaleza verdaderamente espiritual y evangélica, o si depende en cambio de la propia inclinación psicológica, o, peor aún, de la propia opción política. Esto vale en uno y otro sentido, es decir, tanto para los llamados fuertes como para los llamados débiles; hoy diríamos que tanto para quien está de parte de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien está de parte de la continuidad y la tradición.
Hay una cosa que se debe tener en cuenta para no ver, en la actitud de Pablo sobre este tema, una cierta incoherencia respecto a su enseñanza anterior. En la Carta a los Gálatas él parece bastante menos disponible al compromiso y en ocasiones incluso enfadado. (Si hubiera tenido que pasar por el proceso de canonización hoy, Pablo difícilmente habría llegado a ser santo: ¡habría sido difícil demostrar la «heroicidad» de su paciencia! Él, a veces «estalla», pero podía decir: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» [Gal 2,20], y ésta, se ha visto, es la esencia de la santidad cristiana).
En la Carta a los Gálatas Pablo reprocha a Pedro lo que aquí parece recomendar a todos, es decir, que se abstengan de mostrar la propia convicción para no dar escándalo a los simples. Pedro en efecto, en Antioquía, estaba convencido de que comer con los gentiles no contaminaba a un judío (¡ya había estado en casa de Cornelio!), pero se abstiene de hacerlo para no dar escándalo a los judíos presentes (cf. Gál 2,11-14). Pablo mismo, en otras circunstancias, actuará del mismo modo (cf. Hch 16,3; 1 Cor 8,13).
La explicación no está, por supuesto, sólo en el temperamento de Pablo. Sobre todo, el juicio en Antioquía está mucho más claramente vinculado a lo esencial de la fe y la libertad del Evangelio de lo que parece que se tratara en Roma. En segundo lugar —y es el principal motivo—Pablo habla a los gálatas como fundador de la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad del pastor; a los romanos les habla a título de maestro y hermano en la fe: para contribuir, dice, a la común edificación (cf. Rom 1,11-12). Hay diferencia entre el papel del pastor al que se debe obediencia y el del maestro al que sólo se le deben respeto y escucha.
Esto nos hace comprender que a los criterios de discernimiento mencionados se debe añadir otro, es decir, el criterio de la autoridad y de la obediencia. De obediencia, el Apóstol nos hablará, oportunamente, en una de las sucesivas meditaciones con las conocidas palabras: «Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios; y los que le resisten atraen la condena sobre sí» (Rom 13,1-2).
Entretanto escuchemos como dirigida a la Iglesia de hoy la exhortación final que el Apóstol dirigió a la comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,7).
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
©Traducción del original italiano PABLO CERVERA BARRANCO
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