Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?". Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar". Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?". Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.
RESONAR DE LA PALABRA
La salvación no está en venta
Este mundo es un mercado donde todo se compra y se vende. Los anuncios publicitarios nos informan continuamente de que podemos obtener todo lo que necesitamos y a buenos precios. Y tantas veces oímos el mensaje que terminamos creyéndolo. A pies juntillas. A veces pensamos que eso es típico de nuestra sociedad capitalista pero no es así. A lo largo de la historia siempre ha estado presente en la mentalidad de las personas, de una forma u otra, esa idea de que todo se puede comprar. Y, cómo no, esa idea también ha estado presente en la relación con Dios. A Dios también se le compra. Se supone que él tiene algo que ofrecernos y que nosotros le podemos dar algo a cambio. Todo se queda en un toma y daca. Quizá por eso los judíos habían terminado convirtiendo el templo en un mercado como cuenta el Evangelio de Juan. No sólo porque hubiese allí muchos cambistas y puestos donde se vendían las ofrendas para el templo, exvotos, recuerdos y cosas parecidas. Lo peor era la mentalidad de la gente que pensaba que ofrecer aquellas cosas era el precio que había que pagar para obtener el favor de Dios, aplacar su ira u obtener el perdón de los pecados.
Frente a esa idea, las lecturas de este domingo lanzan un mensaje poderoso: nuestro Dios no está en venta, nuestro Dios no tiene un puesto en el mercado de la vida ofreciendo paz de conciencia o tranquilidad o salud o... Nuestro Dios no vende ni compra nada. Nuestro Dios es el que nos sacó de Egipto, el que nos liberó de la esclavitud. Ése es nuestro Dios. Dios es el que da la libertad, la vida y la salvación a los que vivían en la esclavitud y en la muerte. Sin pedir nada a cambio, sin pagar un precio previo. Su única condición: que vivamos la libertad, que no nos dejemos esclavizar por nada ni por nadie, que compartamos la vida. Podemos releer todas las normas que se dan en la primera lectura y veremos como todas ellas son liberadoras, todas invitan a la persona a vivir en solidaridad y en fraternidad, en libertad y respetando la libertad de los otros.
En Cuaresma, Dios se nos manifiesta como el que nos libera de la esclavitud, de todas las esclavitudes. Hasta de la muerte, que es la última de las esclavitudes. Así lo experimentaremos cuando celebremos la resurrección de Jesús en los días ya no lejanos de la Pascua. Y eso lo hace Dios por pura gracia, por puro amor nuestro. No hay precio que pagar, no hay condiciones previas. No tenemos que venir a la Iglesia como si fuera parte del precio de nuestra salvación. Dios nos ama porque sí. Y basta. En nosotros está el ser agradecidos por lo que nos regala y compartirlo con los que nos rodean. En nosotros está el amarle como él nos ama. En nosotros está el reconocer como Padre al que tanto nos ama.
Para la reflexión
¿Cuándo vengo a misa o cuando rezo alguna oración, pienso que es algo que le debo a Dios? ¿Cómo debería “pagar” a Dios todo el amor y la libertad que me ha regalado en su hijo Jesús? ¿Cómo podría compartir esos regalos con mis hermanos y hermanas?
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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