Después de su resurrección, Jesús fue revestido de la plenitud del Espíritu (cfr. Rom 1,4) El fue “exaltado por la derecha de Dios y recibió del Padre el Espíritu Santo prometido y lo derramó” (Hch 2,33) La unción que Jesús recibió fue tan profunda y abundante que El ahora la puede derramar.
Jesús derrumbó los dos muros que nos separaban del Espíritu Santo: el de la naturaleza y el del pecado. El primero fue destruido cuando Dios asumió nuestra naturaleza y se hizo hombre por medio de su Hijo. El segundo fue destruido en y por la cruz, que aniquiló el pecado. Desaparecidos los dos obstáculos, nada impide la efusión del Espíritu Santo sobre cualquier persona.
Jesús vino a mostrar que los momentos más terribles y dolorosos de nuestra vida pueden ser también lo de mayor gracia y salvación, porque fue en lo alto de la cruz, dice San Juan, que esa maravilla aconteció. En la cima del Calvario, Jesús victorioso entrega su Espíritu. Es Él quien bautiza en el Espíritu Santo.
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.”Hch 2, 1-4
Una luz rasgó las tinieblas del sepulcro y la tumba de piedra no fue lo bastante como para contener tanta vida. Aquel que murió en la cruz dejó atrás un sepulcro vacío. El está vivo, y por eso ahora da Su Espíritu a todo el que cree en él. Pentecostés es Jesús resucitado, derramando en los corazones la vida nueva del Espíritu.
Un día, mientras los discípulos estaban reunidos a puertas cerradas, Jesús apareció en medio de ellos y les mostró las manos y el pecho traspasados. Ellos se alegraron al ver al Señor. Jesús entonces sopló sobre ellos, diciendo: “Reciban el Espíritu Santo” (Juan 20,22). En el Paraíso, el primer hombre ganó vida por el soplo de Dios (cfr. Gn 2,7) Así también Jesús da una vida nueva a todo aquel sobre el cual El hace venir Su Espíritu.
En estos casi 20 años de servicio al Evangelio, anduve por muchos lugares y en todas partes he constatado: Dios socorre a los que de él precisan y les transforma la vida. No abandona a nadie. Soy testimonio de que una vida nueva es posible. El poder del Espíritu Santo hizo de mi un testimonio de quien estaba perdido para Dios.
He dedicado mi vida a proclamar la Salvación y el amor que Dios tuvo por mi y continúa teniendo por todos los que lo desean. Un joven que fue tocado por ese testimonio me dijo: “Aquella palabra me trajo a mi, vida nueva. Cada día y cada noche, yo estoy liberándome de muchos vicios, de bebidas, de pornografía. Antes, yo no tenía dominio sobre mi mismo, sobre mi cuerpo y con mi pecado lo estaba destruyendo. Pero aquella palabra vino sobre mi como un rayo, mi historia estaba toda allí, era todo lo que yo estaba viviendo. Me sentí libre. ¡Créame! Yo estaba apartado de Dios, había abandonado la Iglesia, pero volví y estoy también participando de un grupo de oración”
La Sagrada Escritura trae consigo el soplo de Dios que es el Espíritu. Cuando Jesús Resucitado sopla su Palabra sobre el corazón de alguien, le da una vida nueva aún más generosa y llena de vigor que la primera. He visto renovarse la realidad de muchas personas por medio del Evangelio, y se que eso se da porque la Palabra de Dios solo puede ser animada por el soplo de Dios, que es el Espíritu Santo: “Si envías tu aliento, son creados, y renuevas la superficie de la tierra.” Sal 103.30
Me encontré con una persona en Río de Janeiro y ella me subió a un taxi para que yo pudiese volver a mi casa. Se puso de acuerdo con el taxista para que me llevase, me dio un cheque en blanco para pagarlo, luego ella tomó otro taxi.
Pienso que el taxista no creyó que el cheque tuviese fondos y me obligó a descender en pleno centro de Río. Estaba allí sin un centavo en el bolso para pagar siquiera un ómnibus o comprar una botella de agua.
Hice señas a otro taxi. Antes de entrar, me pareció justo contar al taxista lo que me había sucedido con la esperanza de que él me llevase. Tengo la certeza de que aceptó tomar ese viaje solo por pena y no por convicción de mi historia.
Aquella estaba siendo una semana muy difícil para mi y solo deseaba estar callado. Pero el hecho de llevarme en aquellas condiciones dio al taxista alguna libertad, y el comenzó un verdadero cuestionario sobre mi vida. En un momento de la conversación, mostró su indignación por ver a alguien tan joven cambiar una vida prometedora por una vida misionera. Y me decía, con una sonrisa irónica en los labios:
-Ahora sé por que el otro taxista no quiso llevarlo Fue mas experto que yo, y percibió que usted no tenía los “patitos en orden”. ¡Solo un loco puede hacer una cosa de esas!
Le conté, entonces, cómo había conocido a Jesús. Y cómo, en aquel grupo de oración en Brasilia, yo había hecho una experiencia que me arrancó del corazón todo miedo, tristeza y soledad. Comencé a hacer desfilar delante de él las maravillas incontables que tenía para testimoniar y mostrarle como el Señor está vivo de verdad, que también el Evangelio es una fuerza viva y eficaz que se realiza hoy. Fuerza que yo había experimentado. Y le decía a él:
-Amigo, yo no sería misionero si Aquel que me llamó no se hubiese levantado de entre los muertos. El vive y está aquí con nosotros ahora”
Me asusté al percibir que el taxista había abandonado el camino y solo me miraba a mi. En mi entusiasmo, no percibí que el había parado el auto en la banquina. Las lágrimas saltaban gruesas de sus ojos mientras me iba diciendo:
-Cuando acepte llevar a usted, pensé que le estaría ayudando. No sabía que era usted quien me ayudaría. Necesitaba realmente escuchar todo lo que me ha contado.
Al final del viaje, él me miró muy decidido y me dijo:
-Hace mucho tiempo estoy lejos de Dios. Fue usted el último pasajero que subí hoy. Voy a casa, ahora. Quiero ir a la Iglesia. Hoy mismo es el día en que vuelvo a Dios.
¡Ustedes no podrían imaginar el trabajo que me dio convencerlo para que se quede con el cheque! El había recibido mucho más de lo que el dinero podía pagar, y sabía eso.
Cuando descendí del auto, no entre en casa. Me quedé mirando al taxi alejarse. El viento soplaba gustoso en aquella tarde caliente de Río, y hacía barullo al golpear contra las hojas de los árboles, como susurrando un mensaje del cielo:
-Mi hijo, mi hijo, el viento sopla donde quiere; tu oyes el ruido, pero no sabes de donde viene, ni a donde va. Así sucede con aquel que nació del Espíritu (cfr. Juan 3,8): ve hacia donde yo quiero y con quien yo quiero.
Yo no conseguía dejar de pensar en lo que sucedió con Pedro en la casa de Cornelio cuando el “Espíritu Santo descendió sobre todos los que oían la (santa) palabra” Hch 10,44. No había terminado de hablar cuando percibí que aquel hombre había sido tocado profundamente por Dios. El Espíritu Santo lo había visitado, suscitando una fuerza de salvación en su vida. Iluminó su corazón, demostrándole su misericordia y amor.
Las personas están cansadas de decepcionarse con promesas que no se cumplen. No quieren más palabras. Ellas esperan experimentar que Dios cumple en la vida de ellas lo que en la Sagrada Escritura está prometido.
La fuerza de nuestro anuncio está en el hecho de que experimentamos aquellos que predicamos. Somos testimonios: Aquel que venció la muerte tiene el poder de dar vida nueva a los que no se contentan más con la vida que tienen. Solamente un encuentro personal con Jesús resucitado dará a nuestro testimonio la eficacia del Espíritu.
Marcio Mendes
"La vida en el poder del Espíritu Santo"
adaptación del original en portugues.
Editorial Cancao Nova.
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