Antiguamente, sobre el monte Sinaí, el humo, la tempestad, la oscuridad y el fuego (Ex 19,16s) revelaban la extrema condescendencia de Dios, anunciando que el que daba la Ley era inaccesible... y que el creador se daba a conocer a través de sus obras. Pero ahora todo se ve lleno de luz y esplendor. Porque el artífice y Señor de todas las cosas vino del seno del Padre. No dejó su propia morada, es decir, su trono en el seno del Padre, sino que descendió para estar con los esclavos. Tomó la condición de siervo y tomó la naturaleza del hombre y su misma compostura (Flp 2,7) a fin de que Dios, que es incomprensible para los hombres, fuera comprendido. A través de él y en él mismo, nos muestra el esplendor de la naturaleza divina.
En otro tiempo Dios se había unido al hombre por su propia gracia. Cuando insufló el espíritu de vida al nuevo hombre formado de tierra, cuando le comunicó lo mejor que él poseía, le honró haciéndolo a su propia imagen y semejanza (Gn 1,27). Le dio el Edén como mansión e hizo de él el íntimo hermano de los ángeles. Pero como oscurecimos e hicimos desaparecer en nosotros la imagen divina con el barro de nuestros deseos desordenados, el Compasivo entró en una segunda comunión con nosotros, mucho más segura y más extraordinaria que la primera. Permaneciendo en su condición divina aceptó también lo que estaba por debajo de él, creando en él mismo lo humano; junta el arquetipo con la imagen, y hoy muestra en ella su propia belleza.
Su rostro resplandece como el sol porque en su divinidad se identifica con la luz inmaterial; por eso es el Sol de justicia (Ml 3,20). Pero sus vestiduras se vuelven blancas como la nieve porque reciben la gloria no por unión sino sobrepuestas, por relación pero no por naturaleza. Y «una nube luminosa los cubrió con su sombra » haciendo que fuera sensible el resplandor del Espíritu.
monje, teólogo, doctor de la Iglesia
Homilía para la fiesta de la Transfiguración; PG 96, 545
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