viernes, 10 de agosto de 2018

Meditación: Juan 12, 24-26

Yo les aseguro que si el grano de trigo,
sembrado en la tierra, no muere,
queda infecundo;
pero si muere, producirá mucho fruto.
Juan 12, 24

El diácono San Lorenzo tenía a su cargo el cuidado de los bienes de la Iglesia en Roma a mediados del siglo III y daba limosnas a los pobres, tarea que cumplía con gran esmero y compasión, pues reconocía que los pobres eran el tesoro más grande de la Iglesia y también eran objeto especial del favor de Dios.

En el año 257, el emperador Valeriano inició una persecución contra los cristianos y en menos de un año el Papa Sixto fue arrestado y ejecutado. Cuatro días más tarde, Lorenzo experimentó igualmente el martirio. Se cuenta que cuando le ordenaron presentar los tesoros de la Iglesia ante el emperador, él reunió y presentó a todos los inválidos, los ciegos, los leprosos y los pobres, pero con este acto de testimonio de Cristo firmó su propia sentencia de muerte. Muchos relatos han circulado acerca de la manera en que murió Lorenzo, pero todos llevan la misma característica: Que amó al Señor con toda su alma y quiso entregarse por entero a Jesús. Al verse en peligro de muerte, su único anhelo fue complacer a Cristo, consciente de que la muerte no podía separarlo del amor de Dios.

A los ojos del mundo, la vida y la muerte de Lorenzo fueron inútiles; pero en realidad él vino a ser un grano de trigo que, al igual que Jesús, cayó en tierra, murió y produjo una abundante cosecha para el Reino de Dios, ya que al enterarse del martirio y singular acto de amor de Lorenzo a través de los siglos muchísima gente se ha sentido movida a entregarse a Jesús.

¿Cuáles son las aspiraciones de tu corazón? ¿Qué significa Jesús para ti? Cualesquiera sean tus respuestas, Cristo quiere llenarte del Espíritu Santo, porque lo que él busca es precisamente un corazón que le diga: “Señor mío, anhelo conocerte más y amarte más.” Jesús desea que pongamos en sus manos cada día de nuestra vida, para que él nos colme de la fortaleza necesaria para obedecer su llamado. Por eso, si tú invocas a Jesús, él te irá transformando poco a poco con el intenso amor de su propio corazón. Pero esto es algo que debes hacer día a día, a fin de que la atención de tu corazón no se desvíe del Señor, que está allí esperándote.
“Jesús, Señor mío, sé que yo no puedo hacerme santo, pero tú sí puedes. Pongo mi vida en tus manos para que actúes en mí y a través de mí como tú quieras. ¡Tú eres mi tesoro más valioso!”
2 Corintios 9, 6-10
Salmo 112(111), 1-2. 5-9
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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