Las multitudes rodeaban a Cristo apretujándose, empujando y tratando de verlo de cerca, hablarle y tocarlo: había lisiados y enfermos, pobres y necesitados, activistas políticos y curiosos y también los que se sentían amenazados por la creciente popularidad de Jesús. Pero el Señor venía a salvarlos a todos.
No era un mero sanador, aunque su venerable mano curaba a los enfermos; no era soldado ni político, pero liberaba a los cautivos de sus malos hábitos; era un maestro auténtico y un filósofo sublime, porque su palabra comunicaba libertad y vida. Deseaba que todos lo conocieran y reconocieran en él su origen divino. Por eso les decía algo como: “Abran el corazón. Ustedes entienden las señales de la naturaleza, pero ¿por qué no pueden reconocer quién soy yo por las obras que hago?”
Los que eran sinceros, abrían el corazón porque veían claramente la majestad de Cristo. ¿Quién sino Dios podía resucitar a un muerto? ¿Quién sino Dios podía dominar las fuerzas de la naturaleza? Jesús demostraba ser el Hijo de Dios en sus palabras y sus obras, pero ello implicaba un costo para los oyentes. Si reconocían que Jesús era el Mesías de Dios, tenían que tomar en serio su llamada a la conversión y reformar su vida, y ya no podrían excusarse alegando ignorancia, incredulidad o confusión.
Jesús desea que cada uno de nosotros lo conozca personalmente. Piensa en aquellas ocasiones en las que has estado seguro de que Dios es verdadero y que realmente existe. Quizás haya sido al recibir la Eucaristía, leer un pasaje de la Palabra o escuchar un testimonio impresionante; tal vez en una Misa, una celebración familiar o incluso un funeral en que algo haya sucedido en tu corazón que te haya hecho percibir la presencia de Dios. Esos momentos especiales de gracia divina son señales que es preciso reconocer y aceptar la obra que Dios trata de hacer en el corazón de todos aquellos que lo aman.
Naturalmente esto no sucede por arte de magia. Cada día tenemos que dedicarle tiempo y atención a nuestro compasivo Señor, haciendo oración y leyendo su santa Palabra; además, debemos ir con frecuencia a Misa y recibir los sacramentos. Así se nos abrirán los ojos y los oídos espirituales para ver las señales, escuchar la voz de Dios y responder correctamente.
“Señor mío Jesucristo, te doy gracias porque sé que siempre estás buscándome, llamándome y esperándome. Hoy te digo ven a mi corazón y sé el Señor y Salvador de mi vida.”
Efesios 4, 1-6
Salmo 24(23), 1-6
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros.
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