“¿Ustedes me conocen y saben de dónde soy?"
El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación del inescrutable misterio de Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo último las palabras pronunciadas en el cenáculo: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre.” (Jn 14,9) Efectivamente, Cristo, a quien el Padre “no perdonó” (Rm 8,32) en bien del hombre y que en su pasión así como en el suplicio de la cruz no encontró misericordia humana, en su resurrección ha revelado la plenitud del amor que EL Padre nutre por El y, en El, por todos los hombres. “No es un Dios de muertos, sino de vivos.” (Mc 12,27)
En su Resurrección, Cristo ha revelado al Dios del Amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la Cruz como vía hacia la resurrección. Por esto –cuando recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte- nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el resucitado: en Cristo que “la tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado... se presentó en medio de ellos” en el cenáculo, “donde estaban los discípulos..., alentó sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis les serán retenidos.” (Jn 20, 19ss)
Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte. Y es también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al término –y, en cierto sentido, más allá del término- de su misión mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado.
San Juan Pablo II (1920-2005)
papa
Encíclica “Dios, rico en misericordia” Nº 8 (trad. © copyright Libreria Editrice Vaticana)
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