sábado, 3 de agosto de 2019

Meditación: Mateo 14, 1-12

Es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él fuerzas milagrosas. (Mateo 14, 2)

El rey Herodes, tetrarca que gobernaba judea, se vanagloriaba de su autoridad real en Galilea, pero en realidad era débil de carácter y ni siquiera podía controlar sus propios impulsos. Su falta de dominio propio le impedía gobernar con rectitud y justicia. La autoridad que tenía la recibió de Dios y pudo haber sido un instrumento de justicia, pero cuando tuvo que decidir la suerte de un hombre justo, prefirió guardar sus apariencias y mostrarse como de carácter firme, aunque sabía que estaba haciendo lo incorrecto: “El rey se entristeció, pero a causa de su juramento y por no quedar mal con los invitados” mandó ejecutar a Juan el Bautista en la cárcel.

Si Herodes hubiera respetado de verdad los mandamientos de Dios, no se habría encontrado en semejante dilema. Lo cierto es que, por no ejercer ni defender la justicia, sus actos tuvieron consecuencias terribles para él y para muchos otros. Según San Mateo, Herodes y Pilato actuaron del mismo modo: Ninguno de ellos impidió que muriera un hombre inocente, porque no se atrevieron a imponer justicia.

Pero, ¿cómo nos comportamos nosotros? Antes que nada, somos hijos de Dios y si tomamos en serio el deber de orar, leer la Escritura y servir en el Cuerpo de Cristo, podemos vivir como tales en plenitud. Sin duda tenemos también otros deberes que cumplir, pero lo primero es poner en práctica el carácter que distingue a los hijos de Dios, porque esto es lo que condiciona nuestra conducta frente a los demás.

La relación que tengamos con el Señor determinará la forma como tratemos a nuestros familiares, amigos y conocidos, y nos servirá para definir el testimonio de vida cristiana que demos con nuestro propio comportamiento. Si obedecemos a Dios en la vida interior y personal, recibiremos sabiduría y fortaleza para desempeñar nuestras obligaciones y responsabilidades de padres o madres de familia, maestros, jefes de oficina, dirigentes, empleados e integrantes del Cuerpo de Cristo.

¡Cuánta pena debe causarle al Señor el ver que nos dejamos encadenar por el pecado o por circunstancias que nos privan del gozo del Espíritu! Pero si Dios está de nuestra parte, ¿qué razón hay para sentirse indefenso o desanimado?
“Señor, quiero verme como tú me ves, como un hijo amado; así, fortalecido por esa visión, podré ejercer rectamente la autoridad que me has conferido en este mundo.”
Levítico 25, 1. 8-17
Salmo 67 (66), 2-3. 5. 7-8
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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