El cristianismo, predicando la humildad, no deprecia, sino que enaltece y, principalmente, respeta al hombre.
Enunciando la expresión “tener una mente humilde”, observas cuán ajena es esa idea a nuestro mundo contemporáneo. ¿Qué humildad, qué mente humilde, cuando toda la vida actual se cimienta en la auto-admiración, en la vanidad, en el énfasis de la fuerza, en la primacía, en la grandeza exterior, en el poder jerárquico, etc.?
Y es que casi todos les enseñamos a nuestros hijos a envanecerse, y raras, muy raras veces nos llamamos a nosotros mismos —y a ellos también— a practicar la humildad. ¿Qué es, entonces, la humildad cristiana? En primer lugar, por supuesto, el sentimiento de la verdad, comenzando por nosotros mismos. La verdad no tiene cómo denigrar o desconsiderar, porque enaltece y purifica. La verdad es el rechazo a toda presuntuosidad, a ver a los demás como inferiores. La humidad es, en fin, el conocimiento de tu propio lugar, de tus propias capacidades y limitaciones, es aceptar con hombría lo que somos y cómo somos. Por eso es que la humildad, como dice la Escritura, es el principio de toda sabiduría. Por eso es que pedimos que se nos otorgue tener una mente humilde.
Sólo aquel que no miente, sólo quien no exagera, solamente ése que no quiere “parecer” en vez de “ser”, sino que acepta y trabaja honrada, lúcida y valientemente, posee la sabiduría de la humildad. Y, desde luego, desde este punto de vista, el cristianismo, predicando la humildad, no deprecia, sino que enaltece y, principalmente, respeta al hombre.
(Traducido de: Cum să biruim mândria, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2010, pp. 104-106)
Traducción y adaptación: Jose David Menchu
Fuente: Smerenia este acceptarea a ceea ce suntem
Foto: Oana Nechifor
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