“Estén pues, preparados, porque no saben ni el día ni la hora.” (Mateo 25, 13)
En la parábola de las diez vírgenes que leemos hoy, Jesús aconsejaba a sus seguidores que estuvieran preparados para su regreso. ¿Somos como las cinco vírgenes sensatas que llevaron sus lámparas con aceite extra para entrar en la gran fiesta de bodas, o como las cinco descuidadas, que no quisieron hacerlo y no pudieron entrar?
Hoy la gente es indiferente a Dios y la vida lleva un ritmo frenético, por lo que rara vez dejamos tiempo para meditar en una de las maravillosas promesas del Señor: que él regresará en toda su gloria al final de los tiempos. Y cuando pensamos en esto, tendemos a imaginarnos una época de catástrofes y juicio.
Pero la Escritura nos aconseja no fijarnos tanto en estas cosas. Si permanecemos firmes en la creencia de que hemos sido bautizados en la muerte y la resurrección de Jesús, podemos tener una esperanza firme y reconfortarnos los unos a los otros con la verdad de que Dios desea resucitar a sus hijos con Cristo, para que estemos con él en la eternidad.
Pero nuestra fe ha de ser práctica, y cada uno ha de imitar en su corazón y su conducta a Cristo Jesús: “Que en esta materia, nadie ofenda a su hermano ni abuse de él, porque el Señor castigará todo esto, como se lo dijimos y aseguramos a ustedes, pues no nos ha llamado Dios a la impureza, sino a la santidad” (1 Tesalonicenses 4, 6-7). Si sometemos nuestros razonamientos a Jesús, él nos librará de las preocupaciones e inquietudes y estará presente para nosotros diariamente en todo lo que hagamos y pensemos (v. Sabiduría 6, 15-16).
Hermano, cuando recibas a Cristo en la Sagrada Eucaristía, pídele a Dios que te conceda una esperanza segura en cuanto a su regreso. Cuando en Misa se proclama la muerte de Jesús hasta que vuelva en gloria, pídele al Espíritu Santo que te llene de su presencia con el “óleo de la alegría”, mientras esperas gozosamente la resurrección, la fiesta de bodas de Cristo y su Iglesia. Delante del altar, todos podemos regocijarnos con el salmista diciendo:
“¡Dios mío, tú eres mi Dios! ¡Con ansías te busco, pues tengo sed de ti… pues tu amor vale más que la vida! Con mis labios te alabaré; toda mi vida te bendeciré, y a ti levantaré mis manos en oración.”1 Tesalonicenses 4, 1-8
Salmo 97(96), 1-2. 5-6. 10-12
fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros
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