“Dios sigue derramando sobre nosotros ese símbolo de su amor” que es el Fuego de Pentecostés. Para Juan Pablo II, Pentecostés es “un Don por el que Dios mismo se comunica al hombre en el misterio íntimo de la propia Divinidad, para que. al participar de la naturaleza divina, dé frutos espirituales que son frutos de amor”. Este nuevo Pentecostés de la Renovación, es pues el Don de una Persona Divina, que desde el corazón de la Trinidad viene a nosotros ardiendo de amor. La primera que experimentó tan extraordinaria visita fue María. Desde que recibió al Espíritu en Nazareth se encerró con Él en un recogimiento asombroso. Conservaba todas las cosas “meditándolas en su corazón”. Y podría decir con el salmista: “En mi meditación se enciende el fuego”.
Hay una complicidad entre el fuego que ardía en el corazón de la Madre de Dios y el fuego que descendió en Pentecostés. Lo vemos en una hermosa oración etíope: “María, Tú eres más gloriosa que el Carro de Fuego, Tu Seno contuvo el carbón ardiente...”. Encendida en Dios, María debía estar en el Cenáculo, para transmitir a los discípulos la llama de la evangelización; “Fuego he venido a traer a la tierra ¿Y qué quiero sino que arda toda entera? “No nos engañemos. Si hemos sido revestidos de poder, para llegar hasta los confines de la tierra, ese poder es sólo el de quemar. Quemar en fuego crepitante de alegría o en brasa dolorosamente oculta. Pero siempre el fuego.
Lo comprendió muy bien Juan, el Apóstol que murió de viejo, con una sola frase quemándole en los labios: “Hijitos míos, que os améis unos a otros”. Antes de llevar al mundo el amor, amaos en casa. En casa tuvo él a María como premio a su blanca llama. “Jesús, viendo a su madre y a su lado al discípulo a quien amaba le dice: «Mujer ahí tienes a tu Hijo...» Luego dice al discípulo: « Ahí tienes a tu madre...» y desde aquella hora, el discípulo la acogió en su casa”. Se la llevó con él. Vivió con esta madre bendita, toda la grandeza y pequeñez de lo cotidiano. Y un día, en aquella santa intimidad, saltó la pregunta: “Dinos, Madre, cómo concebiste al que es incomprensible, cómo diste a luz a tanta grandeza”. Pero María respondió: “No me preguntéis a cerca de este misterio. Si empiezo a hablar de él, saldrá fuego, fuego de mi boca y consumirá toda la tierra".
Sin María no llevaremos fuego a ninguna parte, no evangelizaremos. Por eso, si hemos de ir, vamos a quedarnos con ella. Que de verdad viva con nosotros. Tendremos en nuestros corazones su fuego maternal, inmenso y devorador. Y no serán obstáculo nuestras miserias, calcinadas por el amor, más purificador que el purgatorio. Viviremos quemando. Será normal en nosotros una naturaleza incandescente.
Cuenta un relato de los monjes de Oriente, que un día, cuándo el anciano Sergio oraba con las manos levantadas al cielo, sus dedos se convirtieron en diez cirios encendidos —¡Qué luz. en nuestros grupos, con tantas manos levantadas al cielo!- y volviéndose Sergio, le dijo al Abad Lot: "Si quieres ser perfecto, conviértete en fuego".
Extraído del capítulo 2 del libro "Un sagrario en mi vida", de Pilar Salcedo. RCC
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