Ese encuentro con Jesús es posible, y continúa tan fuerte e intenso como antes. Basta querer aproximarse al Señor para experimentarlo. Una persona me escribió contando: “Hoy pasé por la experiencia de llorar y ser consolada por Dios. Sentí un dolor tan fuerte y a la vez tal miedo de que nuevamente sucediese un sufrimiento que tuve hace algunos años. Cuando comencé a rezar y a clamar a Dios, comencé a llorar y percibí que Él estaba curándome”.
Jesús dejó eso bien claro.
Para él, no es suficiente que la persona piense que tiene fe. Es necesario hacer la experiencia. Y esa experiencia, que conmueve hasta las lágrimas, es revelada en la Sagrada Escritura como antigua e importante. Es conocida por los monjes del desierto y por los Padres de la iglesia como compunción del corazón, luto, pesar o don de lágrimas. Existen, en el pasado, muchos testimonios dignos de confianza sobre ese don. El es apuntado, muchas veces, como un “llanto de penitencia”, de profunda compunción; en otros momentos, como un llorar de emoción que expresa un gran amor. Llorar puede ser también una manera de hablar con Dios. Se trata de un lenguaje que se sitúa más allá de las palabras. El cardenal Ives Congar dice que, por esa razón, las lágrimas se asemejan al “orar en lenguas”, y cita un trecho de los “Relatos de un Peregrino Ruso”: “Yo sentía un gran deseo de entrar en mí mismo. La oración burbujeaba en mi corazón y tenía necesidad de calma y de silencio para dejar esa llama subir libremente y para esconder un poco las señales exteriores de la oración, de las lágrimas, de los suspiros (…)”
¿POR QUÉ ALGUNOS NO LO EXPERIMENTAN?
Existen muchas personas que no hacen esa experiencia, porque creen que la fe es apenas algo intelectual, incapaz de descender de la cabeza al corazón. Se privan, entonces, de experimentar aquella fuerza de salvación que las habría podido liberar y curar.
No basta confesar sólo de la boca para afuera, dice San Pablo, es preciso experimentar con el corazón. Se trata de un encuentro tan profundo y conmovedor con Jesús que la persona se vuelve a Él, le entrega el corazón y llora aliviada de todo mal y de toda opresión. Esa oración que brota del espíritu y del corazón es mucho más agradable a Dios y trae más salud al alma que las oraciones de los labios, enseña San Francisco de Sales.
Entregar la vida en las manos de Dios, creer en Jesús como Salvador y Señor, es volver a él después de haber pecado, no es apenas una obra humana. Es el impulso del corazón arrepentido que, atraído por la fuerza del Espíritu Santo, quiere responder al amor misericordioso de Dios que nos amó primero.
EL MIRAR DE JESÚS Y LAS LÁGRIMAS DE LA PENITENCIA
Fue lo que sucedió con Pedro. Después de haberse entregado a la tristeza y haber negado por tres veces al Hijo de Dios, Pedro quedó amargado y entró en sufrimiento. El mirar de infinita misericordia de Jesús provoca lágrimas de arrepentimiento y sana su corazón. Jesús no lo acusa, apenas lo recibe de vuelta como amigo. Por eso, si nos apartamos y quedamos perdidos, debemos tener confianza. San Ambrosio garantiza que podemos volver, ya que “existen el agua y las lágrimas: el agua del bautismo y las lágrimas de la penitencia”.
Para Jesús, la penitencia más importante es la interior, es la conversión del corazón. El sabe que, cuando el corazón se convierte, el comportamiento, los hábitos y nuestras obras también cambian con toda seguridad. Quien vive esa penitencia interior, quien experimenta ese arrepentimiento que lleva a las lágrimas, retoma corajudamente toda su vida, arranca el mal a sus afectos, y se convierte con todo su corazón. Es una ruptura con el pecado, una aversión al mal y repugnancia a las maldades que hacemos. Al mismo tiempo, es el deseo y la decisión de cambiar de vida, porque confiamos en la misericordia del padre y sabemos que vamos a contar con su ayuda y su favor.
Lo interesantes es que ese cambio, esa conversión de corazón, viene acompañada de un dolor y una tristeza que son buenas y hacen bien. Si ese tipo de tristeza se apodera de nosotros por un error o pecado nuestro, debemos recordar que un corazón aplastado por el dolor es un sacrificio siempre aceptado por Dios. Los primeros cristianos llamaban eso “aflicción del espíritu” o “compunción del corazón”.
San Pedro Damián garantiza que llorar nos libera de toda dureza y que “la humildad de las lágrimas purifica el alma de toda mancha y fecundiza el suelo de nuestro corazón para que produzca el germen de las virtudes”. Esas lágrimas nos santifican.
El pecado volvió nuestro corazón pesado y endurecido. Es necesario que Dios nos dé un corazón nuevo. Siendo así, el don de las lágrimas es, antes que nada, una obra de la gracia de Dios que reconduce nuestros corazones hacia Él: “Conviértenos a ti, Señor, y nos convertiremos” Lamentaciones 5,21.
Dios siempre nos da fuerzas para comenzar de nuevo.
Y puede dártelas a ti en este momento si tú lo quieres.
Cuando descubrimos la ternura y la grandeza del amor de Dios, pasamos a experimentar el horror y el peso del pecado. Cuando nos sentimos verdaderamente amados por el Padre comenzamos a tener miedo de ofender a Dios y de ser separados de él por causa del mal que hacemos.
Fue lo que sucedió con Pedro. Después de haberse entregado a la tristeza y haber negado por tres veces al Hijo de Dios, Pedro quedó amargado y entró en sufrimiento. El mirar de infinita misericordia de Jesús provoca lágrimas de arrepentimiento y sana su corazón. Jesús no lo acusa, apenas lo recibe de vuelta como amigo. Por eso, si nos apartamos y quedamos perdidos, debemos tener confianza. San Ambrosio garantiza que podemos volver, ya que “existen el agua y las lágrimas: el agua del bautismo y las lágrimas de la penitencia”.
Para Jesús, la penitencia más importante es la interior, es la conversión del corazón. El sabe que, cuando el corazón se convierte, el comportamiento, los hábitos y nuestras obras también cambian con toda seguridad. Quien vive esa penitencia interior, quien experimenta ese arrepentimiento que lleva a las lágrimas, retoma corajudamente toda su vida, arranca el mal a sus afectos, y se convierte con todo su corazón. Es una ruptura con el pecado, una aversión al mal y repugnancia a las maldades que hacemos. Al mismo tiempo, es el deseo y la decisión de cambiar de vida, porque confiamos en la misericordia del padre y sabemos que vamos a contar con su ayuda y su favor.
Lo interesantes es que ese cambio, esa conversión de corazón, viene acompañada de un dolor y una tristeza que son buenas y hacen bien. Si ese tipo de tristeza se apodera de nosotros por un error o pecado nuestro, debemos recordar que un corazón aplastado por el dolor es un sacrificio siempre aceptado por Dios. Los primeros cristianos llamaban eso “aflicción del espíritu” o “compunción del corazón”.
San Pedro Damián garantiza que llorar nos libera de toda dureza y que “la humildad de las lágrimas purifica el alma de toda mancha y fecundiza el suelo de nuestro corazón para que produzca el germen de las virtudes”. Esas lágrimas nos santifican.
El pecado volvió nuestro corazón pesado y endurecido. Es necesario que Dios nos dé un corazón nuevo. Siendo así, el don de las lágrimas es, antes que nada, una obra de la gracia de Dios que reconduce nuestros corazones hacia Él: “Conviértenos a ti, Señor, y nos convertiremos” Lamentaciones 5,21.
Dios siempre nos da fuerzas para comenzar de nuevo.
Y puede dártelas a ti en este momento si tú lo quieres.
Cuando descubrimos la ternura y la grandeza del amor de Dios, pasamos a experimentar el horror y el peso del pecado. Cuando nos sentimos verdaderamente amados por el Padre comenzamos a tener miedo de ofender a Dios y de ser separados de él por causa del mal que hacemos.
Márcio Mendes
Libro: "O dom das Lágrimas"
Editora Canção Nova
Adaptación del original en português
No hay comentarios:
Publicar un comentario