(Don de lágrimas - Parte XI)
En un retiro espiritual que habían organizado algunos jóvenes para sus propios padres, conocí dos señores que parecían estar allí obligados. Los hijos debían haber insistido mucho para que fuesen, pues ellos se comportaron muy mal durante el encuentro entero. Era imposible agradarles. Acabé volviéndome rehén de uno de ellos. En los intervalos aquel hombre me procuraba, discutía, reclamaba y, mi única salida, era escuchar. Hasta que comenzamos a hacernos amigos.
Llegado el sábado a la noche tuvimos un momento intenso de oración con todo el grupo. Fue cuando vi a aquel Señor caer de rodillas y deshacerse en lágrimas. Me aproximé a él y le pregunté qué estaba sucediendo. El, entonces, me dijo: “Dígamelo usted. Ni recuerdo la última vez que lloré. Pero ahora siento algo aquí adentro de mi que no sé explicar. Una especie de dolor y alegría que no me permite sujetar el llanto”.
Cuando el volvió a su lugar, percibí que el amigo de él estaba preocupado, un tanto decepcionado. Sabía que había perdido el compañero de farra. Y pasaron quietos el resto del retiro. En un momento determinado él vino a comentarme que, hacía muchos años estaba envuelto con una secta ocultista y por más de diez años venía dedicándose a la magia. Había sido tocado por un amor tan profundo aquel día que estaba dispuesto a abandonar tales prácticas para permanecer en la experiencia de ese amor.
Un día cuando encontré a su esposa, ella me contó que jamás imaginó que un retiro espiritual pudiese transformar a una persona del modo en que su marido había sido transformado: “Mi marido nunca fue de hacer grandes demostraciones de afecto, incluso últimamente estaba muy frío y ausente. Yo mal podía creer cuando él nos reunió a todos para conversar. No podía ser. El no hacía ese tipo de cosas. Durante la conversación lo ví llorar por primera vez desde que nos casamos. Ha sido sorprendente. El está alegre, feliz y todos en casa hemos descubierto un hombre más sensible y atento que no imaginábamos pudiese alguna vez ser.”
No es porque él haya ido al encuentro, sino porque Dios lo encontró.
El Señor llenó de tal manera su vida y sus aspiraciones que aquel hombre ya no tenía necesidad de más nada.
Se sentía feliz, pleno. Era Jesús honrando la promesa que hizo a todos los que a él se entregan, como dice la Escritura:
Si el Padre de los Cielos nos abraza lleno de un amor tierno y cariñoso, es natural que las emociones surjan.
Márcio Mendes
Libro: "El don de lágrimas"
editora Canção Nova
adaptación del original en portugues.
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