Parte XVI
LÁGRIMAS Y COMBATE ESPIRITUAL
La palabra “desierto”, en
hebreo, significa alguna cosa o alguien abandonado a la naturaleza y a los
animales. Se trata de una tierra vacía de cuidados. El desierto recuerda
continuamente la realidad del peligro, de las duras condiciones y de la muerte.
Perder el camino, en medio del desierto, significaba casi la muerte segura.
Para el pueblo antiguo, el desierto era la tierra no cultivada, una tierra
seca, habitada por los demonios y los peligrosos animales salvajes. Pero
también fue en el desierto que Israel encontró a Dios por primera vez y, según
Oseas, es para allí que el Señor hará volver a Israel para poder hablarle
directamente y reconquistar su amor (Oseas 2,16).
El desierto es el
lugar en el cual trabo combate conmigo mismo y con el demonio, pero es allí
también donde Dios me encuentra y me da la salvación.
San Serafín de Sarvo
alerta sobre esa lucha diciendo: “aquel que desea la salvación debe tener el
corazón pronto para la compunción y para el arrepentimiento: “Mi sacrificio, oh
Señor, es un espíritu contrito, un corazón arrepentido y humillado, oh Dios, tú
no lo desprecias” (salmo 50,19)
San Serafín
descubrió que, con el espíritu contrito y con el corazón compungido, el hombre
puede tranquilamente atravesar el desierto y enfrentar las tempestades de la
vida, puede, inclusive, superar las embestidas del demonio que tiene por meta
arrancar la paz y sembrar la confusión en el corazón de las personas.
Si la persona
conserva un corazón humilde y la paz en los pensamientos, cualquier ataque del
demonio queda sin efecto.
Ese corazón
compungido, esas lágrimas de contrición, comienzan por temor de Dios. Y el
temor nos hace percibir que, durante toda nuestra vida, ofendemos a Dios en su
bondad, y que, por eso, debemos humillarnos delante de él, pidiéndole perdón
por nuestras faltas.
Podemos preguntamos:
“una persona, que cayó después de haber recibido de Dios tamaña gracia, ¿puede
reponerse en seguida?” San Serafín responde que sí. Y cuenta un hecho: un monje
fue a buscar agua a una fuente, y encontró a una mujer con la que cayó en
tentación. De vuelta a su casa, dándose cuenta de su pecado, continúo buscando
la santidad. No faltaron consejos del maligno, que se esforzaba por hacer que
él desistiese de su propósito. El demonio le recordaba siempre que había
pecado. Dios reveló esa situación a un sabio hombre de oración y le mandó que
él fuese hasta el monje, a fin de animarlo y felicitarlo por la victoria sobre
el maligno.
Cada vez que alguien
que, habiendo caído en tentación, se arrepiente y se levanta, dice Jesús que hay
verdadera alegría en el cielo. Dios no mira nuestra caída sino nuestro empeño
en recomenzar. Que nada nos impida volvernos, hoy, a nuestro misericordioso
Señor! Que no exista descuido, miedo o desesperación que nos atrape! La
desesperación constituye la mayor alegría del demonio. Es el pecado mortal de
que habla la Escritura. (cfr. 1 Jn 5,16)
El camino de la vida
pasa por la vía del arrepentimiento. Por eso es que decimos que las lágrimas
son un don: es necesario practicar la virtud contraria al pecado que cometimos.
Y si existió euforia del pecado, es necesario extinguirla por las lágrimas del
arrepentimiento. Si, con nuestro pecado, colaboramos para extinguir el Espíritu
de Dios en nosotros, ahora es indispensable que, en nombre de Jesús, nos
esforcemos por adquirir cada vez más el Espíritu Santo. La vida feliz y
poderosa que el Espíritu Santo vino a traer es conquistada por la violencia del
esfuerzo (cfr. Lucas 17,21).
San Simeón enseña
que “sea
antes de recibir la gracia del Espíritu Santo, sea después de haberla recibido,
será siempre la fuerza de los trabajos y sacrificios, de sudor y de violencia,
de privaciones y de tribulaciones que se podrá superar las tinieblas del alma y
contemplar la luz del Espíritu Santo. Pues, el Reino de los cielos sufre
violencia y son los violentos que la arrebatan” (cfr. Mt 11,12) San
Simeón afirma que nadie puede decir que posee el Espíritu Santo, si no lleva en
serio una violencia en las luchas contra el mal, en las privaciones, en los
rechazos y aflicciones.
Es en la lucha
contra el pecado que, a pesar de los tropiezos y caídas, la persona se presenta
delante de Dios más blanca que la nieve, purificada por la sangre de su gracia.
Hay aquí una promesa del Señor: “Si vuestros pecados fueran escarlatas, se
volverán más blancos que la nieve! Si fueran rojos como la púrpura, quedarán
blancos como lana” Es la boca del Señor que lo declara” (Isaías
1,18-20b)
San Juan vio esos
hombres vestidos de blanco, purificados y vencedores, cantando un cántico de
victoria. Era un canto lindísimo y de indescriptible belleza. El ángel del
Señor dice que ellos enfrentarán una gran tribulación y dio una garantía al
respecto: “(…) lavarán sus vestiduras y las blanquearán en la Sangre del
Cordero. Por eso, están delante del trono de Dios (…) y el Cordero (que es
Jesús) será su pastor y los llevará a las fuentes de aguas vivas; y Dios
enjugará toda lágrima de sus ojos” (cfr. Ap 7, 14-16).
La mejor cosa a
saber sobre el don de lágrimas es que, al final de toda gran tribulación, Jesús
mismo es quien se aproxima para enjugar nuestro llanto.
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