viernes, 6 de marzo de 2015

TE CURARÉ Y ALIVIARÉ DE TODO PESO


Puedes ver como eso es verdad en uno de los pasajes más bonitos y conmovedores del Evangelio. En él, Dios demuestra su ternura y muestra que no exige nada a cambio de su amor. Es el encuentro de Jesús con una prostituta y un fariseo (Lc 7,36-50).
Nadie sabe con certeza por qué Jesús aceptó la invitación para comer en la casa de aquel hombre. Generalmente los fariseos estaban en contra de Jesús, y Simón es su anfitrión, era uno de ellos. Tal vez, la única explicación sea que el Hijo de Dios quería salvar a los que no gustaban de el y, siendo así, no discrimina a nadie.

Cuando Jesús llegó a la casa de Simón, tuvo una sorpresa desagradable. Nadie fue a recibirlo a la puerta. El dueño de casa no lo besó como era la costumbre. Tampoco le ofreció agua para matar la sed ni para lavarse las manos y los pies fustigados por la suciedad y por el sol. Fue una recepción fría y aborrecida. Es claro que el Maestro lo percibió.
Simón había recibido a Jesús en su casa, pero no en su corazón.

A pesar de los pesares, las cosas estaban ocurriendo dentro de la normalidad, cuando, de repente, cuando Jesús estaba sentado a la mesa, una mujer invade la casa. Y, sin que nadie lo esperase, ella avanza puerta adentro sorprendiendo a todos. Los invitados no conseguían creer lo que sus ojos veían. Aquella mujer vulgarmente vestida, en el límite de lo tolerable, caminaba con pasos decididos en dirección a Jesús. Una cosa era cierta: invitada no estaba. No podía ser. Un fariseo jamás invitaría una prostituta a aparecer públicamente en su casa.

Sólo Dios sabe por qué Simón no la expulsó de inmediato. Tal vez el susto lo haya paralizado. Puede haber sido también el miedo al escándalo, al final, nadie sabe que secretos guarda una prostituta. O aún… puede ser que Simón solo esperaba ver lo que Jesús haría.
Sin que nadie tuviese coraje de ponerse en frente, aquella mujer caminó hasta donde estaba sentado aquel predicador de Galilea y, arrodillándose a sus pies, se inclinó y lloró.
Un llorar profundo de dolor y de amor.
El llanto de quien encontró algo que hacía mucho tiempo había perdido.
En aquellos días ella había escuchado las palabras de Jesús. Desde entonces, era como si una brasa ardiese en su pecho. Con aquellas palabras de fuego, Jesús había entrado en su corazón y de allí no saldría nunca más.

En una discusión con los fariseos aquella mujer había presenciado a Jesús decir que muchas prostitutas entrarían en el cielo antes que ellos. Y fue allí, en aquel momento, que ella recobró la esperanza en la vida y comenzó a gustar del Maestro de Galilea. Pensaba: “Como eso sería posible?”  Oyó entonces al Señor decir, en voz alta, que él había venido a buscar no a los justos, sino a los pecadores; él decía también que los que más habían pecado  serían los más beneficiados, pues necesitaban más y, por esa justa razón, es que experimentarían con más fuerza el amor y el perdón. Porque donde abundó el pecado, superabundó el amor misericordioso de Dios. Ella percibió que Jesús la miraba mientras decía: “Si estás cansada y afligida por el peso de tu vida, ven a mi que yo voy a curarte y aliviar tu corazón. Voy a dar paz a tu corazón y sosiego a tu alma. Si tienes el coraje de arriesgar y entregarme tu corazón de dentro de él una vida nueva, nuevecita, va a brotar como un río.”
El mirar de Jesús la penetraba como una espada.
Ningún otro hombre la había mirado antes de aquella manera. El no quería sacar provecho. No estaba interesado en su cuerpo, no vino a sacarle nada, por el contrario. El Maestro estaba allí, delante de sus ojos, afirmando que le daría una vida de verdad, si ella lo quisiese. Y fue, en aquel preciso instante, que ella lo amó y le entregó su corazón.

En el exacto momento en que ella creyó en las palabras de Jesús y aceptó el amor que él le ofrecía, el perdón entró en su corazón aplastado por la culpa y lo liberó completamente. Una fuerza mucho mayor que ella transformó todo su ser en aquella misma hora.
La prostituta ya no existía más.
Porque el amor con que Jesús la envolvió la había renovado totalmente. Ahora ella estaba allí, a los pies del Señor, en casa de Simón, el fariseo. Y una mezcla de dolor y alegría traspasaba su alma. Lágrimas abundantes caían de sus ojos sobre los pies de Jesús.
Ella sabía mejor que nadie que ya estaba perdonada.
Sólo en el corazón de los que recibirán el perdón existe un dolor que hace llorar y libera.

San Pedro Damián, había experimentado a fuerza de llorar en el Espíritu y eso le permitía afirmar: “además, las lágrimas disuelven todo contagio de impureza en la prostituta, y contribuyen para que las manos inmundas merezcan tocar no apenas los pies, sino también la cabeza del Señor”,
Decía que las lágrimas contribuyen para que aquel que fue infiel y pecó no perezca después de la caída.
En el pesar y en las lágrimas, no lloramos los pecados y errores aislados, sino por ser pecadores, por el pecado que habita en nuestro ser. Las lágrimas vienen por el dolor de habernos separado de Dios, una especie de tristeza por la pérdida de la salvación, pero al mismo tiempo lágrimas de alegría por la certeza de ser completamente perdonados –alegría de sabernos salvos por Jesús. Gracias a su fe, esa mujer, que el evangelista identifica como “pecadora conocida de toda la ciudad”, experimentó el perdón y la misericordia del Padre. No fue nada de lo que ella hizo, ni aún llorar a los pies de Jesús, que le hizo alcanzar ese bien. Fue su confianza en el Señor y su fe de que él podría perdonar cualquier pecado suyo que la liberó, la curó, redimió y santificó. Pero de esa fe brotaron las lágrimas, como una señal que mostraba, por fuera, lo que Dios estaba haciendo por dentro, en su alma.

Ella hizo una experiencia de fe, purificación y amor.

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