Puedes ver como eso
es verdad en uno de los pasajes más bonitos y conmovedores del Evangelio. En
él, Dios demuestra su ternura y muestra que no exige nada a cambio de su amor.
Es el encuentro de Jesús con una prostituta y un fariseo (Lc 7,36-50).
Nadie sabe con
certeza por qué Jesús aceptó la invitación para comer en la casa de aquel
hombre. Generalmente los fariseos estaban en contra de Jesús, y Simón es su
anfitrión, era uno de ellos. Tal vez, la única explicación sea que el Hijo de
Dios quería salvar a los que no gustaban de el y, siendo así, no discrimina a
nadie.
Cuando Jesús llegó a
la casa de Simón, tuvo una sorpresa desagradable. Nadie fue a recibirlo a la
puerta. El dueño de casa no lo besó como era la costumbre. Tampoco le ofreció
agua para matar la sed ni para lavarse las manos y los pies fustigados por la
suciedad y por el sol. Fue una recepción fría y aborrecida. Es claro que el
Maestro lo percibió.
Simón había recibido
a Jesús en su casa, pero no en su corazón.
A pesar de los pesares,
las cosas estaban ocurriendo dentro de la normalidad, cuando, de repente,
cuando Jesús estaba sentado a la mesa, una mujer invade la casa. Y, sin que
nadie lo esperase, ella avanza puerta adentro sorprendiendo a todos. Los
invitados no conseguían creer lo que sus ojos veían. Aquella mujer vulgarmente
vestida, en el límite de lo tolerable, caminaba con pasos decididos en
dirección a Jesús. Una cosa era cierta: invitada no estaba. No podía ser. Un
fariseo jamás invitaría una prostituta a aparecer públicamente en su casa.
Sólo Dios sabe por
qué Simón no la expulsó de inmediato. Tal vez el susto lo haya paralizado.
Puede haber sido también el miedo al escándalo, al final, nadie sabe que
secretos guarda una prostituta. O aún… puede ser que Simón solo esperaba ver lo
que Jesús haría.
Sin que nadie
tuviese coraje de ponerse en frente, aquella mujer caminó hasta donde estaba
sentado aquel predicador de Galilea y, arrodillándose a sus pies, se inclinó y
lloró.
Un llorar profundo
de dolor y de amor.
El llanto de quien
encontró algo que hacía mucho tiempo había perdido.
En aquellos días
ella había escuchado las palabras de Jesús. Desde entonces, era como si una
brasa ardiese en su pecho. Con aquellas palabras de fuego, Jesús había entrado
en su corazón y de allí no saldría nunca más.
En una discusión con
los fariseos aquella mujer había presenciado a Jesús decir que muchas
prostitutas entrarían en el cielo antes que ellos. Y fue allí, en aquel
momento, que ella recobró la esperanza en la vida y comenzó a gustar del Maestro
de Galilea. Pensaba: “Como eso sería
posible?” Oyó entonces al Señor
decir, en voz alta, que él había venido a buscar no a los justos, sino a los
pecadores; él decía también que los que más habían pecado serían los más beneficiados, pues necesitaban
más y, por esa justa razón, es que experimentarían con más fuerza el amor y el
perdón. Porque donde abundó el pecado, superabundó el amor misericordioso de
Dios. Ella percibió que Jesús la miraba mientras decía: “Si estás cansada y afligida por el peso de tu vida, ven a mi que yo
voy a curarte y aliviar tu corazón. Voy a dar paz a tu corazón y sosiego a tu
alma. Si tienes el coraje de arriesgar y entregarme tu corazón de dentro de él
una vida nueva, nuevecita, va a brotar como un río.”
El mirar de Jesús la
penetraba como una espada.
Ningún otro hombre
la había mirado antes de aquella manera. El no quería sacar provecho. No estaba
interesado en su cuerpo, no vino a sacarle nada, por el contrario. El Maestro
estaba allí, delante de sus ojos, afirmando que le daría una vida de verdad, si
ella lo quisiese. Y fue, en aquel preciso instante, que ella lo amó y le
entregó su corazón.
En el exacto momento
en que ella creyó en las palabras de Jesús y aceptó el amor que él le ofrecía,
el perdón entró en su corazón aplastado por la culpa y lo liberó completamente.
Una fuerza mucho mayor que ella transformó todo su ser en aquella misma hora.
La prostituta ya no
existía más.
Porque el amor con
que Jesús la envolvió la había renovado totalmente. Ahora ella estaba allí, a
los pies del Señor, en casa de Simón, el fariseo. Y una mezcla de dolor y
alegría traspasaba su alma. Lágrimas abundantes caían de sus ojos sobre los
pies de Jesús.
Ella sabía mejor que
nadie que ya estaba perdonada.
Sólo en el corazón
de los que recibirán el perdón existe un dolor que hace llorar y libera.
San Pedro Damián,
había experimentado a fuerza de llorar en el Espíritu y eso le permitía
afirmar: “además, las lágrimas disuelven todo contagio de impureza en la
prostituta, y contribuyen para que las manos inmundas merezcan tocar no apenas
los pies, sino también la cabeza del Señor”,
Decía que las
lágrimas contribuyen para que aquel que fue infiel y pecó no perezca después de
la caída.
En el pesar y en las
lágrimas, no lloramos los pecados y errores aislados, sino por ser pecadores,
por el pecado que habita en nuestro ser. Las lágrimas vienen por el dolor de
habernos separado de Dios, una especie de tristeza por la pérdida de la
salvación, pero al mismo tiempo lágrimas de alegría por la certeza de ser
completamente perdonados –alegría de sabernos salvos por Jesús. Gracias a su
fe, esa mujer, que el evangelista identifica como “pecadora conocida de toda la
ciudad”, experimentó el perdón y la misericordia del Padre. No fue nada de lo
que ella hizo, ni aún llorar a los pies de Jesús, que le hizo alcanzar ese
bien. Fue su confianza en el Señor y su fe de que él podría perdonar cualquier
pecado suyo que la liberó, la curó, redimió y santificó. Pero de esa fe
brotaron las lágrimas, como una señal que mostraba, por fuera, lo que Dios
estaba haciendo por dentro, en su alma.
Ella hizo una
experiencia de fe, purificación y amor.
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