Traducción Benjamín Elcano
Lunes, 23 de noviembre de 2015
publicado en Ciudad Redonda
Todos nosotros tenemos nuestras propias imágenes de grandeza en cuanto éstas atañen a la virtud y santidad. Por ejemplo, pintamos a san Francisco de Asís besando a un leproso; o a Madre Teresa acariciando públicamente a un mendigo agonizante; o a Juan Pablo II de pie ante una multitud de millones de personas a quienes dice cuánto las quiere; o Teresa de Lisieux diciendo a una compañera de comunidad que ha sido deliberadamente cruel con ella, cuánto la ama; o incluso la Verónica, icono de la escena de la pasión, que en medio de todo el temor y la brutalidad del camino de la cruz se abalanza a enjugar el rostro de Jesús.
Hay algunos rasgos comunes en estas imágenes que hablan de un modo de ser excepcional; pero hay aquí otro común denominador que habla de excepcionalidad de una manera diferente, esto es, cada una de estas personas tuvo una auto-imagen y una auto-confianza excepcionalmente fuertes.
Supone más que sólo un gran corazón cruzar lo que te separa de un leproso; supone también una fuerte auto-confianza. Supone más que un corazón empático acariciar públicamente a un mendigo agonizante; supone también una auto-imagen muy robusta. Supone más que mera compasión estar ante millones de personas y anunciarles que las amas y que es importante que ellas oigan esto de ti; supone también rara confianza interior. Supone más que un alma santa soportar una deliberada crueldad con expresivo afecto; también requiere que primero tú mismo hayas experimentado un profundo amor en tu vida. Y supone más que simple coraje ignorar la amenaza e histeria de una muchedumbre con deseos de linchamiento hasta abalanzarse a una intoxicada multitud y enjugar cariñosamente el rostro de aquel al que esa multitud odia; supone a alguien que primero ha experimentado un fuerte amor de algún otro. Para amar, primeramente debemos ser amados. No podemos dar lo que no hemos recibido.
Grandes hombres y mujeres como san Francisco, Madre Teresa, Juan Pablo II y Teresa de Lisieux son también personas con una sorprendente auto-confianza. No dudan de que Dios les ha agraciado de manera especial con algunos dones, y tienen la confianza de ponerlos de manifiesto públicamente. Lo triste es que muchos de nosotros -quizá la mayoría- simplemente estamos sin la suficiente auto-imagen y auto-confianza para hacer lo que ellos hicieron. Acaso nuestros corazones son justamente tan afectuosos como los suyos y nuestra empatía tan profunda, pero, por toda clase de razones -no las menos por el modo como hemos sido heridos, y la vergüenza y reticencia nacidas de eso- nos es existencialmente imposible situarnos, como estos gigantes espirituales, delante del mundo y decir: “¡Os amo, y es importante que oigáis esto de mí!” Nuestras lenguas, con toda seguridad, irrumpirían mientras una voz interior estaría diciendo: “Quién piensas que eres? ¿Quién eres tú para pensar que el mundo necesita oír de tu amor especial?”
A decir verdad, demasiado frecuentemente eso no es virtud, ahí está nuestro problema; es auto-confianza. Mayormente no somos malos, sólo estamos heridos. William Wordsworth dijo una vez algo en el sentido de que nosotros juzgamos con frecuencia a una persona ser fría cuando solamente está herida. ¡Qué verdad!
Por suerte, Dios no juzga por apariencias. Dios lee el corazón y discierne entre malicia y herida, entre frialdad y falta de auto-confianza. Dios sabe que nadie puede amar si no ha sido amado primero, y que muy pocos -quizá ninguno- puede mostrar públicamente el corazón de un gigante, el coraje de un héroe y el amor de un santo cuando ese gran corazón, coraje y amor no han sido sentidos primeramente de una manera afectiva y efectiva en la propia vida de esa persona.
Así, ¿de qué nos sirve saber esto? Un auto-conocimiento más profundo es siempre útil y puede haber un consuelo, aunque se espera que no una racionalización, sabiendo que nuestra duda para salir públicamente y hacer cosas como Madre Teresa está quizá más enraizado en nuestra falta de un sano ego que en alguna especie de orgullo y egoísmo. Pero, por supuesto, después de ese consuelo, viene el desafío para tirar las muletas que hemos estado usando para rivalizar con nuestras heridas y nuestra mutilada auto-imagen como para empezar a permitir a nuestro corazón, coraje y amor manifestarse más públicamente. Nuestras lenguas no pararán si hablamos claro sobre nuestro amor y nuestros asuntos, pero sólo sabremos que de hecho lo hacemos una vez. Y para hacer eso, primero tendremos que caminar a través de una paralizante vergüenza a un auto-abandono que hasta ahora no hemos dominado.
Y hay una lección en esto también para nuestro entendimiento del ego en la espiritualidad. Hemos visto invariablemente el ego como malo y lo identificamos con el egoísmo; pero esto resulta demasiado simplista, porque los gigantes espirituales tienen generalmente fuertes egos, aunque sin ser egoístas. Irónicamente, demasiados de nosotros estamos mutilados por un ego demasiado pequeño, y eso es por lo que nunca hacemos grandes cosas como hacen los gigantes espirituales. El egoísmo es malo, pero un ego sano y robusto, no.
Todos nosotros tenemos nuestras propias imágenes de grandeza en cuanto éstas atañen a la virtud y santidad. Por ejemplo, pintamos a san Francisco de Asís besando a un leproso; o a Madre Teresa acariciando públicamente a un mendigo agonizante; o a Juan Pablo II de pie ante una multitud de millones de personas a quienes dice cuánto las quiere; o Teresa de Lisieux diciendo a una compañera de comunidad que ha sido deliberadamente cruel con ella, cuánto la ama; o incluso la Verónica, icono de la escena de la pasión, que en medio de todo el temor y la brutalidad del camino de la cruz se abalanza a enjugar el rostro de Jesús.
Hay algunos rasgos comunes en estas imágenes que hablan de un modo de ser excepcional; pero hay aquí otro común denominador que habla de excepcionalidad de una manera diferente, esto es, cada una de estas personas tuvo una auto-imagen y una auto-confianza excepcionalmente fuertes.
Supone más que sólo un gran corazón cruzar lo que te separa de un leproso; supone también una fuerte auto-confianza. Supone más que un corazón empático acariciar públicamente a un mendigo agonizante; supone también una auto-imagen muy robusta. Supone más que mera compasión estar ante millones de personas y anunciarles que las amas y que es importante que ellas oigan esto de ti; supone también rara confianza interior. Supone más que un alma santa soportar una deliberada crueldad con expresivo afecto; también requiere que primero tú mismo hayas experimentado un profundo amor en tu vida. Y supone más que simple coraje ignorar la amenaza e histeria de una muchedumbre con deseos de linchamiento hasta abalanzarse a una intoxicada multitud y enjugar cariñosamente el rostro de aquel al que esa multitud odia; supone a alguien que primero ha experimentado un fuerte amor de algún otro. Para amar, primeramente debemos ser amados. No podemos dar lo que no hemos recibido.
Grandes hombres y mujeres como san Francisco, Madre Teresa, Juan Pablo II y Teresa de Lisieux son también personas con una sorprendente auto-confianza. No dudan de que Dios les ha agraciado de manera especial con algunos dones, y tienen la confianza de ponerlos de manifiesto públicamente. Lo triste es que muchos de nosotros -quizá la mayoría- simplemente estamos sin la suficiente auto-imagen y auto-confianza para hacer lo que ellos hicieron. Acaso nuestros corazones son justamente tan afectuosos como los suyos y nuestra empatía tan profunda, pero, por toda clase de razones -no las menos por el modo como hemos sido heridos, y la vergüenza y reticencia nacidas de eso- nos es existencialmente imposible situarnos, como estos gigantes espirituales, delante del mundo y decir: “¡Os amo, y es importante que oigáis esto de mí!” Nuestras lenguas, con toda seguridad, irrumpirían mientras una voz interior estaría diciendo: “Quién piensas que eres? ¿Quién eres tú para pensar que el mundo necesita oír de tu amor especial?”
A decir verdad, demasiado frecuentemente eso no es virtud, ahí está nuestro problema; es auto-confianza. Mayormente no somos malos, sólo estamos heridos. William Wordsworth dijo una vez algo en el sentido de que nosotros juzgamos con frecuencia a una persona ser fría cuando solamente está herida. ¡Qué verdad!
Por suerte, Dios no juzga por apariencias. Dios lee el corazón y discierne entre malicia y herida, entre frialdad y falta de auto-confianza. Dios sabe que nadie puede amar si no ha sido amado primero, y que muy pocos -quizá ninguno- puede mostrar públicamente el corazón de un gigante, el coraje de un héroe y el amor de un santo cuando ese gran corazón, coraje y amor no han sido sentidos primeramente de una manera afectiva y efectiva en la propia vida de esa persona.
Así, ¿de qué nos sirve saber esto? Un auto-conocimiento más profundo es siempre útil y puede haber un consuelo, aunque se espera que no una racionalización, sabiendo que nuestra duda para salir públicamente y hacer cosas como Madre Teresa está quizá más enraizado en nuestra falta de un sano ego que en alguna especie de orgullo y egoísmo. Pero, por supuesto, después de ese consuelo, viene el desafío para tirar las muletas que hemos estado usando para rivalizar con nuestras heridas y nuestra mutilada auto-imagen como para empezar a permitir a nuestro corazón, coraje y amor manifestarse más públicamente. Nuestras lenguas no pararán si hablamos claro sobre nuestro amor y nuestros asuntos, pero sólo sabremos que de hecho lo hacemos una vez. Y para hacer eso, primero tendremos que caminar a través de una paralizante vergüenza a un auto-abandono que hasta ahora no hemos dominado.
Y hay una lección en esto también para nuestro entendimiento del ego en la espiritualidad. Hemos visto invariablemente el ego como malo y lo identificamos con el egoísmo; pero esto resulta demasiado simplista, porque los gigantes espirituales tienen generalmente fuertes egos, aunque sin ser egoístas. Irónicamente, demasiados de nosotros estamos mutilados por un ego demasiado pequeño, y eso es por lo que nunca hacemos grandes cosas como hacen los gigantes espirituales. El egoísmo es malo, pero un ego sano y robusto, no.
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