De niño practicaba los más diversos tipos de deportes. Siempre me gustó competir, y obviamente, ganar. Esto me trajo un problema, pues detestaba perder. Me acuerdo de mi mamá diciéndome, varias veces, cuando llegaba reclamando por alguna derrota en un partido de fútbol o cualquier otra derrota: “¡hijo, necesitas aprender a perder!” Es verdad. ¡Necesito aprender a perder!
La peor pérdida
La vida es una constante de victorias y derrotas. Hace parte de la dinámica de nuestra existencia. Y en ese movimiento de alegrías y tristezas, de conquistar y ruinas, en febrero de 2007, tuve mi peor derrota: perdí a mi papá.
En la muerte de mi papá sentí la falta de no haber aprendido a perder. En esa pérdida, la mayor de mi vida, tuve ganas de renunciar a todo, de enojarme con Dios, de pelear y reclamar, como hacía cuando perdía cualquier disputa en mi infancia, pero pasó algo interesante. En el momento del entierro todo fue muy doloroso. Solo el que pasó por esa situación saber cómo es. Estaba de brazos cruzados y de repente una mano se colocó por debajo de mi brazo y tomó mis manos.
No miré para ver de quien era aquella mano. La verdad, no sabía con seguridad quienes eran las personas de aquella multitud que acompañaban el entierro. Lo que importaba es que alguien me dio la mano, alguien sostenía mi mano en el momento en que perdí, en el momento de la derrota. Ni bien terminó el entierro, aquella mano se soltó y esa persona se fue hacia atrás. Después supe quien fue, pero en ese momento ni pensé en buscar al dueño de aquella mano, pues sabía que era la mano de Dios.
Todavía no aprendí a perder. Todavía sufro con las derrotas. Pero esa experiencia me ha hecho buscar la presencia de Dios que no me deja solo en medio de las derrotas. La mano de Dios que me ampara. La presencia de Dios que me hace creer que después de la muerte viene la resurrección. Y la resurrección es vida nueva. Cambios positivos suceden. Novedades aparecen.
Desde aquel momento hasta acá, seguí perdiendo, pero por medio de esas derrotas, he intentado permitir que Dios, con su mano, no solamente me ampare, como lo hizo el día del fallecimiento de mi papá, sino que también me conduzca por los caminos que Él tiene para mí. Al final: “Somos más que vencedores, gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,37).
Fuente Cancaonova.com
Foto: Daniel Mafra/cancaonova.com
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