San Efrén (c. 306-373), diácono en Siria, doctor de la Iglesia
Diatessaron I 18-19; SC 121, pag. 52-53
“Estudiáis apasionadamente las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida eterna,...pues bien,...las Escrituras hablan de mí.” (Jn 5,39)
La palabra de Dios es un árbol de vida que por todas partes te ofrece sus frutos benditos. Es como una roca abierta en el desierto donde mana para todo hombre, en todas partes, una bebida espiritual. “Todos comieron del mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual.” (1Cor 10,3)
A quien es dado participar en estas riquezas no se crea que la palabra de Dios sólo contiene lo que él ha encontrado en ella. Más bien, que se dé cuenta de que no ha sido capaz de descubrir en ella más que una sola cosa entre muchas. Enriquecido por la palabra, no se crea que ésta ha quedad menguada. Incapaz de agotar su riqueza, que dé gracias por su grandeza. ¡Alégrate pues ha sido saciado, pero no te entristezcas porque la riqueza de la palabra te sobrepasa!
El que tiene sed se alegra de poder beber pero no se entristece por la incapacidad de agotar la fuente. Mejor que la fuente apague tu sed que tu sed apague la fuente. Si tu sed queda saciada por la fuente sin que ésta quede agotada, podrás beber de nuevo cada vez que tengas sed. Si, al contrario, apagando tu sed agotaras la fuente, tu victoria se convertiría en tu desgracia. ¡Da gracias por lo que has recibido y no murmures por lo que queda sin aprovechar! Tienes tu parte en lo que te ha aprovechado y que te has llevado contigo; pero lo que queda es asimismo también tu heredad.
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