
En el perdón, como en el amor no caben límites: o se perdona de verdad por amor, o se alimenta el rencor.
Otorgar el perdón al prójimo, es madurar en el espíritu, es abrir las puertas al verdadero amor. Por consiguiente, antes de hacer un juicio peyorativo de una persona es preciso ponerse en su lugar, intentar comprender sus problemas y los motivos que la han llevado a actuar de ese modo. Actuar así es garantizar la disculpa, evitar el juicio precipitado y, lo que es más importante, no correr el riesgo de equivocarse.
Para estas ocasiones recomendaba san Bernardo:
“Aunque veáis algo malo, no juzguéis al instante a vuestro prójimo, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por debilidad. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aún entonces procurad creerlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte”Perdonar es olvidar el agravio, pero hace falta más. La caridad, a la vez que obliga a arrancar el rencor del corazón, exige poner los medios para ganarse la amistad de quien pudo ofendernos. Al perdonarle, ya no se le ha de considerar como enemigo, sino como amigo.
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