Si hay una imagen relacionada con la Pascua del Señor, solemnidad para la que nos prepara el Tiempo de Cuaresma, es la luz. En la noche santa, el fuego, el cirio encendido, las velas prendidas en las manos de los fieles abren la Gran Liturgia de la Pascua.
A lo largo de los días cuaresmales, en varios momentos se nos ofrecen lecturas relacionadas con la luz, especialmente cuando Jesús se encuentra con algún ciego y lo cura.
Para quien padece falta de visión, ver significa luz, y a la vez, en el Evangelio, luz significa ver con fe. La curación de invidentes es que vean como Dios ve, con ojos iluminados por la fe, y la fe es al mismo tiempo la condición para ver.
La luz, la visión y la fe se aúnan y se relacionan entre sí. Es importante descubrir que ver no solo significa la percepción física de la realidad con los ojos corporales, sino que también cabe aplicar la misma percepción cuando se comprende el mensaje, pues hay quien tiene ojos y no ve, oídos y no oye.
Cuando se tienen los ojos abiertos y no se percibe la realidad sobrenatural que encierra la historia se vive como ciego, mientras que cuando alguien, independientemente del grado de visión física, está abierto a la presencia divina en todo, se puede decir de él que tiene el don de ver, de creer.
Únicamente los que dan fe al Misterio que contiene la realidad son capaces, por gracia, de contemplar el horizonte de la vida con esperanza. Y cuando se cae en la cuenta de quién es el Señor que concede esta luz, surge el deseo del seguimiento.
Cabe también la experiencia mística que narra San Juan de la Cruz en su poema sobre la Noche Oscura: “En la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz ni guía sino la que en el corazón ardía”. O la que expresa el poeta: “De noche iremos, de noche, que para encontrar la fuente solo la sed nos alumbra” (L Rosales).
Pidamos ver, pidamos creer. Solo los que creen acogen el Misterio Pascual: el discípulo amado “vio y creyó”.
“¡Señor, que vea!”
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