Cuaresma y penitencia se corresponden, y sin embargo, cada vez más la penitencia se debe iluminar con la luz de la Pascua, si no se quiere incurrir en un ascetismo un tanto pretencioso que busca el protagonismo.
Si es verdad que la penitencia se refiere sobre todo al dominio del cuerpo, para obtener mayor libertad de la mente y del corazón, y en el camino espiritual es importante la etapa ascética o purgativa, la penitencia cristiana sin embargo debe tener siempre presente a Aquel que se desea seguir por el camino de la Cruz.
Jesús dice cuando invita al discipulado: “El que quiera ser discípulo mío que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. Y a su vez la Sagrada Escritura advierte de no sobrecargarse injustamente, asumiendo fardos pesados, sobre todo adelantando acontecimientos. “A cada día le es suficiente con su disgusto”. En este sentido, la penitencia más agradable para Dios es la de abrazar humildemente, como historia de salvación, los acontecimientos que se presentan.
Al someter nuestro cuerpo a la ascesis, la penitencia nos despierta la memoria del sufrimiento de Jesús y brota, por amor, la compasión. También cabe la penitencia solidaria, la que se hace como gesto de respeto, entrega y generosidad en favor de los que pueden necesitar nuestra ayuda o sufren circunstancias muy dolorossas.
En diferentes religiones aparecen los códigos ascéticos para ascender en los posibles grados de iniciación. El Evangelio no plantea la penitencia como carrera de obstáculos que se deben superar, sino como gestos emulativos, mirando siempre los padecimientos de Jesús. De aquí que, cuando nos disponemos a celebrar los misterios de la Pasión, muerte y Resurrección de Cristo, surja en muchos fieles el deseo de acompañar al Señor, compadeciendo con Él con obras de penitencia corporales.
Según una tradición franciscana, el Hermano Francisco, contemplando la imagen de Cristo en la Cruz, pidió al Señor que le dejara llevar sus sufrimientos, y Él le concedió la gracia de configurarse con las llagas de la Pasión. Y San Juan de la Cruz, delante de un cuadro del Nazareno ante el que tuvo una experiencia de locución mística, le pidió a Jesús padecer y ser despreciado.
La penitencia cristiana puede tener un sentido expiatorio, pero sobre todo debiera ser un movimiento configurador con Cristo. San Pablo así lo entendió, cuando dice: “Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 19-20).
fuente Ciudad Redonda
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