Cuando Cristo se hizo semejante a nosotros, es decir, se hizo hombre, el Espíritu lo ungió y consagró, aún siendo Dios por naturaleza... Él mismo santifica su propio cuerpo y todo lo que en la creación es digno de ser santificado. El misterio ocurrido en Cristo es el principio y el itinerario de nuestra participación por el Espíritu.
Para unirnos también a nosotros, para fundirnos en una unidad con Dios y entre nosotros, aunque separados por la diferencia de nuestras individualidades, de nuestras almas y de nuestros cuerpos, el Hijo único inventó y preparó un medio para estar unidos, gracias a su sabiduría y según el consejo de su Padre. A través de un solo cuerpo, su propio cuerpo, bendice a los que creen en él en una comunión mística y hace de todos nosotros un solo cuerpo con él y entre nosotros.
¿Quién podrá separar, quién podrá privar de su unión física a los que, a través de este cuerpo sagrado y sólo a través de él, estén unidos en la unidad de Cristo? Si compartimos un mismo pan, formamos todos un solo cuerpo (1C 10,17). Porque Cristo no puede ser partido. Por esto también a la Iglesia se la llama cuerpo de Cristo y a nosotros sus miembros, según la doctrina de san Pablo (Ef 5,30). Todos unidos a un solo Cristo a través de su santo cuerpo, le recibimos, único e indivisible, en nuestros propios cuerpos. Debemos considerar nuestros propios cuerpos como que ya no nos pertenecen.
San Cirilo de Alejandría (380-444), obispo y doctor de la Iglesia
Comentario al evangelio de Juan, 11, 11; PG 74, 558
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