Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo:"Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí.Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno-yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo.Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste.Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos".
¡Hermanas y hermanos! ¡Paz y bien!
Estando con unos pocos discípulos a su alrededor, Jesús mira la multitud de sus futuros seguidores, nos mira a nosotros. Él fue enviado a todos, incluso a cada uno de nosotros que hemos respondido a su llamada, y a todos les dará su palabra, el nombre y la gloria para que tengan vida. Siguiendo la dinámica de la hora como centro de la historia, podemos contemplar a Jesús rezando por cada uno de nosotros. Sus palabras resuenan en nuestros corazones. Sabemos que no estamos solos, que cada uno de nosotros constituimos, con nuestros dones, la presencia de Jesús en el mundo para que su palabra siga expandiéndose cada vez más.
Cuando transmitimos sus palabras estamos reverberando su voz en el tiempo y el lugar donde nos encontramos. Es en este sentido que debemos entender la petición “que todos sean uno”. Pero la unidad que Jesús pide tiene como modelo la unidad que existe entre el Padre y el Hijo: “como tú, Padre, en mí, y yo en ti”, es decir, el Hijo glorifica al Padre y el Padre al Hijo. Todo lo que Jesús hace procede el Padre y vuelta al Padre. Y lo que Jesús quiere es justamente eso: que cada persona entre en esa unidad, que cada cristiano pueda tener la conciencia que sus acciones, procedes de esa unidad, tienen origen y destino divinos. Si el discípulo es capaz de conformar su vida con la de Jesús, todos podrán reconocer en él la presencia del Hijo, y, por la presencia del Hijo, la del Padre.
Por eso, podemos decir con el salmista: “«Tú eres mi bien.» El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré” (Sl 15).
Como la acción de Jesús, también la nuestra está muy limitada a un espacio y un tiempo determinados. Él desea contar con otros, desea contar con nosotros, para continuar su obra en el mundo. No importa que tengamos límites. Él lo sabe. La decisión de anunciarle llena nuestra vida de confianza y esperanza por un mundo mejor, no importa si lo que hacemos es muy poco, pues, como dice el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium “Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores»” (EG 3).
Nuestro hermano en la fe,
Eguione Nogueira, cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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