«El más pequeño entre todos ustedes, ése es realmente grande»
«Vengan, dice Cristo a sus discípulos, y aprendan de mí», ciertamente que no a expulsar demonios por el poder del cielo, ni a curar leprosos, ni a devolver la vista a los ciegos, ni a resucitar muertos...; sino, dice él: «Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11:28-29). En efecto, esto es lo que todos podemos aprender y practicar. Hacer signos y milagros no siempre es necesario, ni tan sólo ventajoso para todos, ni tampoco se concede a todos.
Es, pues, la humildad la maestra de todas las virtudes, fundamento inquebrantable de todo el edificio, don magnífico y propio del Señor. El que la posea podrá hacer, sin peligro de enaltecerse, todos los milagros que Cristo obró porque busca imitar al manso Señor, no en la sublimidad de sus prodigios sino en las virtudes de la paciencia y la humildad. Por el contrario, el que está deseoso de mandar a los espíritus impuros, de devolver la salud a los enfermos, de mostrar a las multitudes cualquier signo maravilloso, podrá invocar el nombre de Cristo en medio de toda su ostentación, pero es extraño a Cristo porque su alma orgullosa no sigue al maestro de humildad.
Este es el legado que el Señor hizo a sus discípulos poco antes de volver a su Padre: «Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros; como yo los he amado »; e inmediatamente añade: «En esto conocerán que son mis discípulos: si se aman los unos a los otros» (Jn 13:34-35). Y es cierto que el que no es manso ni humilde no podrá amar así.
fundador de la Abadía de Marsella
Conferencias, nº 15, 6-7
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