domingo, 21 de mayo de 2017

¿Y ahora, qué hago, Dios mío?

Aquellos esposos decían “Gloria a Dios”, porque así lo manda la Santa Escritura. Esta familia conocía bien las matemáticas de Dios, la aritmética de las dos camisas.
La siguiente es una historia real, que nos fuera contada precisamente por quien tuvo la ocasión de conocerla de primera mano.

Un matrimonio. Hombre y mujer, refugiados procedentes de Esmirna (Turquía). Quien nos contó su historia los conoció en Atenas. Estaban solos, completamente solos, sin nadie, como la mayoría de refugiados de Oriente. No tenían hijos. Eran dos personas simples y tristes, pero que nunca mostraban su dolor. En ellos solamente podías ver la esperanza en un Dios que hace que el sol salga cada día, y una terrible pobreza, imposible de ocultar.

En un primer piso, el hombre tenía una minúscula tienda donde vendía aceitunas. Justo encima, un dormitorio constituía su humilde residencia. En un rincón, cuatro pequeños bancos de hierro unidos por unas cuantas reglas de madera eran utilizados como lecho. A la par, una vieja mesa y dos vasos de cobre para beber agua, una desvencijada estufa, una olla completamente tiznada y un puñado de ropa cubierto con una sábana. Alguien les rentaba aquel pedacito de apartamento.

Sólo piensen, ¿cuántas aceitunas tendría que vender aquel hombre, para poder obtener alguna ganancia?

Luego, había otros más pobres que ellos, a quienes siempre ayudaban, porque no podían dejarlos sin comer. Así actuando, aquellos esposos decían “Gloria a Dios”, porque así lo manda la Santa Escritura. Esta familia conocía bien las matemáticas de Dios, la aritmética de las dos camisas.

Pasaron los años, el almacencito tuvo que cerrar y, como no tenían ninguna jubilación, aquellos pobres de Dios comenzaron a mendigar en las calles. Tiempo después, ni esto pudieron ya hacer, al envejecer y enfermarse los dos. Si alguien les daba un trozo de pan, comían; si no, se iban a dormir con hambre.

“Dios todo lo prodiga”, decían...

Y siguieron repitiendo lo mismo, aún cuando sus ropas se volvieron harapos y los vasos de cobre se tornaron verdes de viejos, cuando ya no tenían de donde pagar la renta. La renta.. ¡cuántos años atrasados tenían ya! El propietario del lugar se había acostumbrado a no recibir nada de aquel par de inquilinos, hasta olvidarse de aquel rinconcito miserable. Así, la humilde pareja continuó con su vida, sin faltar a la iglesia y sonriendo llenos de confianza a todos los íconos del templo. Tantos santos que sufrieron tormentos, un Señor que fue crucificado, mientras que a Su Madre le ardía el corazón... ¿y ellos tenían motivos para quejarse?

Con todo, se asustaron cuando el propietario vino a anunciarles que el edificio iba a ser derribado. Querían construir uno nuevo. Pero ¿a dónde ir? Ahí habían sido amados y bendecidos con un sinfín de cosas, ahí habían comido, ahí habían pasado hambre también, ahí habían llorado y sentido esperanza, ahí estaba su candela casi por extinguirse, sus vasos y sus cubiertos ya oxidados por el desuso. Detrás de esas puertas se habían refugiado incontables veces de la lluvia y la nieve. Ahí dentro habían vivido confiando en que Dios los ayudaría.

¿Y ahora qué hacer? El pobre anciano elevó sus manos hacia el techo, diciendo: “¿Y ahora qué hago, Dios mío?”.

Al día siguiente vino el ejecutor judicial, trayendo todos los documentos para el desalojo.

‒Tienen que irse, les dijo.

‒¿Pero a dónde?, le preguntaron.

El hombre examinó rápidamente con la mirada la habitación, comprobando la pobreza de sus moradores. Luego los vio largamente a ellos.

‒Tengo un dormitorio extra... les confió, finalmente, en voz baja.

‒¡Pero no tenemos cómo pagar una renta!, respondió el anciano, avergonzado.

‒No importa, vamos, dijo el funcionario, y ya que no tenían ningún equipaje qué llevarse, partieron inmediatamente.

Al llegar a la residencia del ejecutor judicial, su esposa salió a recibir a los dos huéspedes. Después les dio un poco de ropa, los llevó a bañarse, les sirvió una suculenta cena. Y es que aquella joven pareja tampoco tenía hijos.

El dormitorio que les dieron era amplio, luminoso, limpio, con unas largas cortinas que hicieron la felicidad de aquel par de ancianos, porque tenían años de vivir sin algo para cubrir la ventana.

Cayendo de rodillas, agradecieron a sus benefactores, llorando de alegría y bendiciendo a Dios.

‒¡También nosotros necesitábamos un poco de compañía!, respondió simplemente y con modestia la esposa del funcionario...

Ahora los ancianos tienen que acostumbrarse a ciertas cosas “complicadas”, como el olor a pan recién horneado que viene de la cocina, o la comida caliente y apetitosa.

He aquí cómo responde Cristo cuando uno de los Suyos le pregunta “¿Y ahora qué hago, Dios mío?”.

Traducción y adaptación: Jose David Menchu
Fuente: „Ce să fac acum, Dumnezeul meu?” ‒ ce minune au primit doi bătrânei
Foto: Oana Nechifor

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