Para Climaco, monje
que vivió cerca del año 600, las lágrimas vencen las impresiones malas y los
sentimientos de miedo. Ellas lanzan afuera el miedo, hacen brillar la alegría
en el corazón y ensanchan el alma para experimentar la grandeza y la dulzura
del amor del Padre.
Las lágrimas que nos
conducen a Dios nos liberan de toda ilusión, de todo egoísmo y de los
preconceptos contra Dios. Es un llanto que prorrumpe cuando, habiendo sido
heridos por el pecado, percibimos que ofendemos a Dios y despreciamos lo que
Jesús hizo por nosotros. Es una manera de demostrar sinceramente que estamos
arrepentidos y deseamos la salvación que sólo Dios da. “Las lágrimas que son de Dios se presentan confiables al tribunal del
juicio divino y, recurriendo a lo que piden, tienen certeza de la remisión de
nuestros pecados. Las lágrimas son mediadoras de paz en la alianza entre Dios y
los hombres, y son verdaderas maestras que sacan a la persona de toda duda e
ignorancia con relación a las cosas de Dios”, afirma San pedro Damián. Por
las lágrimas tenemos la certeza del perdón y tenemos luz en todas nuestras
decisiones. Por esa razón, el santo
afirma: “si dudamos si alguna cosa agrada
o no a Dios, nunca alcanzaremos una mejor certeza que cuando con veracidad
oramos llorando. Entonces, sobre cualquier cosa que nuestro espíritu decida, ya
no habrá necesariamente dudas”.
Nuestra liberación
comienza cuando confesamos con humildad nuestros pecados. Una vez que la
compunción del corazón nos lleva a la confesión sincera, el don de lágrimas es
un golpe en la raíz de toda acción diabólica y de toda opresión”.
La opresión es la
acción de satanás sobre las personas y sobre las cosas. Por ejemplo, ruidos
durante la noche, cosas que se mueven sin causa aparente, voces que incentivan
a la persona a hacer un mal, ciertas dolencias extrañas y sin explicación
médica, etc. Oímos hablar de esas cosas y quedamos asustados porque ellas huyen
de nuestro control. En esa hora, debemos recordar que somos nosotros que
clasificamos las situaciones en posibles e imposibles, con solución y sin
solución, en fáciles y difíciles, pero para Jesús todos los problemas son
fáciles y ninguna cosa es imposible, porque Él es el Señor. Entonces, nada de
miedo!
Una señora me
procuró pidiendo oraciones, pues los médicos no podían detectar la causa de sus
crisis epilépticas. Ella no conseguía entrar en lugares sagrados ni aún
participar de una oración sin sufrir inmediatamente una convulsión.
Recuerdo a ella
decir que estaba bajo una fuerte medicación. Aún así, las crisis se
multiplicaban. Ella entraba en una Iglesia y de inmediato caía al suelo
contorsionándose. Le pedí que se sentase y comenzamos a orar pidiendo su
sanación. En medio de la oración ella tuvo una crisis y comenzó a debatir.
Comenzamos inmediatamente a orar en lenguas y me vino a la mente como un rayo:
“espíritu de odio”. Entonces tomé autoridad y dije: “Mujer, de donde es
que viene tanto odio?! En nombre de Jesús expulsa ese mal de tu corazón”. Fue como cambio de escena. Ella dio un grito y se
enderezó en la silla. Comenzó a llorar y suspirar. Era un llanto tan dolorido
que nos llenó de dolor y de compasión, pero veíamos de forma clara que era una liberación.
Cuando lloraba, ella hizo una de las confesiones más dolorosas y sinceras que
pude escuchar. Ignorando nuestra presencia, confesaba delante de Dios que había
mandado matar al propio hijo dependiente químico. No conseguía perdonarse y se
odiaba por el crimen que cometió. Ni podía aceptar que, para sí, pudiese haber
perdón. Desde entonces, una fuerza maligna se apoderaba de ella, actuaba y
hablaba a través de ella, muchas veces tirándola al suelo y provocándole
violentas convulsiones. Por la gravedad de su pecado, satanás la estaba
oprimiendo directamente. Pero Jesús la liberó de manera que no volvió más a
tener crisis epilépticas.
Aquellas lágrimas de
arrepentimiento lavaron su corazón. Más tarde, delante de un sacerdote, el
perdón fue sellado definitivamente en el sacramento de la confesión.
Me acordé del pasaje
del Evangelio en que un hombre se aproximó a los discípulos y “postrándose delante de Jesús dijo: Señor, ten piedad
de mi hijo, porque es lunático y sufre mucho: a veces se cae al fuego, y otras
veces al agua. Lo he llevado a tus discípulos pero ellos no lo pudieron curar.
Respondió Jesús: raza de incrédula y perversa, hasta cuándo estaré con ustedes?
Tráiganlo. Jesús amenazó al demonio y este salió del pequeño que quedó curado
en el mismo momento. Entonces los discípulos le preguntaron en particular: ¿por
qué no pudimos expulsar esos demonios? Jesús les respondió: por causa de su
falta de fe. En verdad les digo: si tuvieras fe, como un grano de mostaza,
dirías a las montañas: muévanse de aquí para allá, y ella se moverá; nada será
imposible. En cuanto a ésta especie de demonio, sólo se puede expulsar a fuerza
de oración y de ayuno” (Mateo
17,14-20)
El papa Pablo VI
hizo un discurso el 15 de noviembre de 1972 donde decía que “una de las principales
necesidades de la iglesia de hoy es la defensa contra el maligno, que se llama
demonio. El mal no es mera ausencia de algo, sino un agente efectivo: un ser
vivo y espiritual, pervertido y pervertidor. Va contra las enseñanzas de la
Bíblia y de la Iglesia quien se rehusa a admitir esa realidad”
Liberaciones como
esa acontecen también en los días de hoy. Suceden cuando, delante de Jesús, la
persona percibe que el amor de Dios es mayor que el crimen que ella cometió.
Sucede cuando la gente cree más en Dios que en la propia justicia y se deja
perdonar. Dios se vengó de aquel asesinato, -no de la asesina-, haciéndola
poner a los pies en el suelo y quebrar por la gravedad de lo que había hecho.
Se vengó de su pecado, liberándola. Y la fe en verdad hirió la dureza de su
corazón abriendo una brecha para el perdón.
La fe no está en la
lágrima que cae, sino en el alma que cree y acepta ser salva gratuitamente por
Jesús. San Juan María Vianney era un especialista en tratar las enfermedades
del alma. Su larga experiencia en atender confesiones lo llevó a decir: “nunca
alguien fue exiliado por haber hecho mucho daño, y sí muchos están en el
infierno por un solo pecado mortal del cual no han querido arrepentirse.”
El Espíritu Santo es
esa fuerza poderosa que obliga al mundo a reconocer su falta y a confesar su
culpa. El actúa en el corazón, actúa desde adentro, penetrando como una unción.
El hace a la gente experimentar la fuerza de Dios, que nos atrae a una vida
nueva traída por Jesús. Él nos toca con más fuerza que el remordimiento, va más
al fondo de nuestro corazón, liberándonos de todas nuestras faltas. Entonces,
el amor de Dios nos ilumina y nos da una consciencia aguda de nuestra miseria,
de la mentira y del egoísmo de los que nuestra vida está llena. Pero algo maravilloso
sucede aquí: Al mismo tiempo que nos sentimos juzgados, sentimos también arder
en nuestro corazón la gracia y el perdón libertador. Es un fuego que devora
nuestras falsas disculpas y consume las estructuras de egoísmo que penetran
nuestra vida. Fue algo así lo que aconteció con Zaqueo. La gracia de Dios entró
en la casa de él e inmediatamente el entendió lo que era un pecador. Esa misma
gracia está ahora a nuestro alcance, porque el perdón de los pecados es
concedido por el Nombre de Jesús a cualquiera que coloca en él su fe (cfr Hch
10,43)
En el mismo momento
en que el Espíritu Santo comienza a revelarnos la verdad sobre nosotros, sobre
las cosas de este mundo y también sobre las realidades espirituales, nuestros
ojos comienzan a derramar lágrimas, porque el ser humano siempre llora cuando
se aproxima de verdad. Dios es la verdad. “Cuanto lloré oyendo vuestros himnos”
(…) decía San Agustín: “que emoción me causaban! Fluían en mi oído destilando
la verdad en mi corazón”.
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