Esa centralidad de la Biblia exige además que toda la predicación cristiana deba basarse en ella. Así lo ha enseñado siempre la Iglesia:
«Los sacerdotes, obligados por oficio a procurar la salud eterna de las almas, después de recorrer ellos mismos con diligente estudio las sagradas páginas, después de hacerlas suyas por la oración y la meditación deben exponer celosamente al pueblo esta soberana riqueza de la divina Palabra en sermones, homilías, exhortaciones; confirmar la doctrina cristiana con sentencias tomadas de los libros sagrados; ilustrarla con preclaros ejemplos de la historia sagrada, sobre todo, del Evangelio de Cristo Nuestro Señor» (Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu, 26). El Conc. Vaticano II reafirma esta orientación bíblica: «Es necesario que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura y se rija por ella» (Const. Dei Verbum, 21).
Todo cristiano, en cuanto que se alimenta de la enseñanza de la Iglesia, conoce el contenido de la Biblia, y eso aun en el caso de que no la lea directamente, ya que la está escuchando constantemente en la predicación. De todos modos, aparte de ese conocimiento de la Biblia a través de la predicación de la Iglesia, siempre ha sido recomendada la lectura directa de la misma. Recuérdense los consejos de S. Agustín:
«Léela con frecuencia -escribía a Eustoquia-; que el sueño te sorprenda con el libro en la mano y que al inclinarse tu cabeza la reciba la página santa»; o lo que escribía a sus ermitaños: «Leed las Escrituras, leedlas para que no seáis ciegos y guías de ciegos. Leed la Santa Escritura, porque en ella encontraréis todo lo que debéis practicar y todo lo que debéis evitar». Es la enseñanza del Conc. Vaticano II: «El Santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los fieles… la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Philp 2,8); pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo (S. jerónimo). Acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones o con otros medios que para dicho fin se organizan…» (Dei Verbum, 25).
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