“Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”
Después de mi primera misa sobre la tumba de san Pedro, las manos del Santo Padre Pío X puestas sobre mi cabeza como bendición y buen augurio para mí y mi vida sacerdotal incipiente. Y después de medio siglo, he aquí mis propias manos extendidas sobre los católicos –y no solamente sobre los católicos- del mundo entero, en un gesto de paternidad universal… Como san Pedro y sus sucesores, se me ha encargado gobernar la Iglesia de Cristo toda entera, una santa, católica y apostólica. Todas estas palabras son sagradas y sobrepasan, de manera inimaginable, toda exaltación personal; me dejan en la profundidad de mi nada, elevado a la sublimidad de un ministerio que prevalece sobre toda grandeza y toda dignidad humanas.
Cuando el 28 de octubre de 1958, los cardenales de la santa Iglesia romana me designaron para llevar la responsabilidad del rebaño universal de Cristo Jesús, a mis setenta y siete años, se extendió la convicción de que yo sería un papa de transición. En lugar de ello, heme aquí en vigilias de mi cuarto año de pontificado y con la perspectiva de un sólido programa a desarrollar ante el mundo entero que mira y espera. En cuanto a mi me encuentro como san Martín, que “no temo morir ni rechazo el vivir”.
Debo estar presto a morir, incluso súbitamente, y a vivir todo el tiempo que al Señor le plazca dejarme aquí abajo. Sí, siempre. En el umbral de mis ochenta años, debo estar a punto: para morir o para vivir. Tanto en un caso como en el otro, debo velar por mi santificación. Puesto que por todas partes me llaman “Santo Padre”, como si fuera mi primer título, pues bien, debo y quiero serlo de verdad.
San Juan XXIII (1881-1963)
papa
Diario del alma, § 1958-1963
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Diario del alma, § 1958-1963
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