Evangelio según San Mateo 2,13-18.
Después de la partida de los magos, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo".
José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto.
Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del Profeta: Desde Egipto llamé a mi hijo.
Al verse engañado por los magos, Herodes se enfureció y mandó matar, en Belén y sus alrededores, a todos los niños menores de dos años, de acuerdo con la fecha que los magos le habían indicado.
Así se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Jeremías:
En Ramá se oyó una voz, hubo lágrimas y gemidos: es Raquel, que llora a sus hijos y no quiere que la consuelen, porque ya no existen.
RESONAR DE LA PALABRA
Luz y tinieblas – Vida y muerte
Al contemplar el misterio de la luz que brilla en la oscuridad, no es posible no reparar en la oscuridad que rodea a la luz. Si necesitamos la luz es precisamente porque vivimos en la oscuridad. Al asombrarnos del milagro de la vida que nace, caemos en la cuenta, también de la muerte que la acecha y amenaza. Dios es la luz, Dios es la vida. Pero existen también las fuerzas oscuras que se oponen a Dios, sombras de muerte que tratan de apagar la luz, matar la vida, acallar la Palabra hecha carne. La admiración por el milagro de la vida recién nacida y de la luz divina que resplandece en la humanidad de Jesús va acompañada de la conciencia de la fragilidad y el riesgo que Dios ha elegido para hacerse cercano. Y lo que Juan en su carta nos recuerda hablando de la luz y las tinieblas, el pecado y la gracia del perdón, Mateo nos lo presenta en los trágicos acontecimientos históricos que rodean el nacimiento de Cristo.
¿Quiénes son los santos inocentes? ¿Quién es Herodes? Son los protagonistas de esta historia de vida y muerte, de luz y de oscuridad, de pecado y de gracia.
Los santos inocentes son niños, esto es, personas indefensas, por completo dependientes del cuidado de los adultos. Son, por ello y por definición, los que no pueden defenderse por sí mismos, los que no pueden responder a ataques y agresiones. Son inocentes no sólo por la ausencia de pecado, sino por la incapacidad de pecar por sí mismos. Pero pueden ser víctimas de los pecados ajenos. En ellos vemos no sólo a un grupo de víctimas indefensas, uno más, circunscritas en un determinado tiempo y lugar. Porque su muerte está relacionada por el temor y el odio al que ha nacido en Belén, cuyos nacimiento, vida y muerte, tienen significación salvífica para todo el mundo, estos santos inocentes representan a todas las víctimas, a todos los inocentes del mundo. Son víctimas, porque mueren a causa de la voluntad homicida de Herodes. Y son inocentes, no sólo porque no habían merecido un final así, violento y prematuro, sino también porque no han respondido al mal con el mal, al odio con el odio, a la violencia con la venganza. No lo han hecho, y ni siquiera podían hacerlo. Contra lo que nos puede parecer (y así les parece a muchos), Dios no ha permanecido impasible ante tamaña injusticia. El nacimiento de Jesús, que comparte la fragilidad del recién nacido, y renuncia a responder al mal con el mal, a la injusticia con la violencia, es el comienzo de una respuesta que culminará en su muerte en Cruz. Dios ha elegido como camino de salvación no el de la fuerza bruta, la venganza, el castigo: no ha querido hacerse verdugo (asimilándose a los verdugos de este mundo), sino que ha elegido el lugar de las víctimas. Cuando el hombre sufre, cuando el inocente muere, Dios está sufriendo y muriendo con él, compartiendo la fragilidad que ha elegido en la frágil humanidad de Cristo.
Herodes, que juega el trágico papel de verdugo, representa a aquellos que ven en Dios, en su presencia y cercanía, una amenaza y un peligro. Pensaba que el Rey nacido en Belén venía a competir con él por el trono. De esta manera, compartía la idea del Mesías que muchos, la mayoría de los judíos tenían en mente. Un Rey poderoso con los poderes de este mundo, que venía a destruir a los enemigos y a reinstaurar un poder político y militar. Pero, mientras que muchos ponían en este reinado sus esperanzas, el pequeño rey que era Herodes, sentía temor de perder su propio poder. Son dos formas distintas pero simétricas de malentender la presencia humana de Dios entre nosotros. Cuando tal sucede, se tiende a manipular a Dios (y a todo lo que tiene que ver con Él) en beneficio propio (y en contra de los demás), o a combatirlo como quien combate a los poderes hostiles de este mundo. En los dos casos, la luz se vuelve oscuridad, en vez de vida su siembra muerte y triunfa el pecado sobre la gracia.
Ante el espectáculo de luz y oscuridad que nos presenta Juan, ante el cuadro de vida y muerte que pone ante nuestros ojos Mateo, somos invitados a realizar una elección: o nos ponemos de parte de los santos inocentes, o de parte de Herodes. De parte de los inocentes siempre que renunciemos a responder al mal con el mal, a la venganza frente a la ofensa, y elijamos el perdón; también cada vez que demos testimonio de la luz, tratando de dar la vida, no sólo en el supremo heroísmo del martirio, sino también, más cotidianamente, por medio de la actitud generosa del servicio. De parte de Herodes nos pondremos precisamente cuando elijamos toda forma de poder, autoridad o responsabilidad, no para el servicio de Dios y los hermanos, sino como privilegios en servicio propio.
Cristo ha nacido y Dios está con nosotros. No podemos eludir la elección: o estar con Él, sirviendo a la luz y dando la vida, o contra Él, buscando en exclusiva nuestro interés, y sembrando la muerte y la oscuridad (para los demás, pero también para nosotros mismos)
En la fiesta de los Santos Inocentes empezamos a entender la lógica del Niño nacido en Belén. En la muerte de los niños de Belén brilla la luz y triunfa la vida, porque Dios ha mirado nuestra humillación, y ha derribado del trono a los poderosos y ha enaltecido a los humildes.
Saludos cordiales,
José M. Vegas CMF
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