Isaías 52, 7-10; Hebreos 1, 1-6; Juan 1, 1-18
Vayamos directos a la cumbre del prólogo de Juan, que constituye el Evangelio de la tercera Misa de Navidad, llamada «del día». En el Credo hay una frase que este día se recita de rodillas: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo». Es la respuesta fundamental y perennemente válida a la pregunta: «¿Por qué el Verbo se hizo carne?», pero necesita ser comprendida e integrada. La cuestión de hecho reaparece bajo otra forma: ¿Y por qué se hizo hombre «por nuestra salvación»? ¿Sólo porque habíamos pecado y necesitábamos ser salvados? Un filón de la teología, inaugurado por el beato Duns Escoto, teólogo franciscano, desliga la encarnación de un vínculo demasiado exclusivo con el pecado del hombre y le asigna, como motivo primario, la gloria de Dios: «Dios decreta la encarnación del Hijo para tener a alguien, fuera de sí, que le ame de manera suma y digna de sí».
Esta respuesta, aún bellísima, no es todavía definitiva. Para la Biblia lo más importante no es, como para los filósofos griegos, que Dios sea amado, sino que Dios «ama» y ama el primero (1 Juan 4, 10.19). Dios quiso la encarnación del Hijo no tanto para tener a alguien fuera de la Trinidad que le amara de forma digna de sí, sino más bien para tener a alguien a quien amar de manera digna de sí, esto es, ¡sin medida!
En Navidad, cuando llega Jesús Niño, Dios Padre tiene a alguien a quien amar con medida infinita porque Jesús es hombre y Dios a la vez. Pero no sólo a Jesús, sino también a nosotros junto a Él. Nosotros estamos incluidos en este amor, habiéndonos convertido en miembros del cuerpo de Cristo, «hijos en el Hijo». Nos lo recuerda el mismo prólogo de Juan: «A cuantos le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios».
Cristo, por lo tanto, bajó del cielo «por nuestra salvación», pero lo que le empujó a bajar del cielo por nuestra salvación fue el amor, nada más que el amor. Navidad es la prueba suprema de la «filantropía» de Dios como la llama la Escritura (Tito 3, 4), o sea, literalmente, de su amor por los hombres. Esta respuesta al por qué de la encarnación estaba escrita con claridad en la Escritura, por el mismo evangelista que hizo el prólogo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16).
¿Cuál debe ser entonces nuestra respuesta al mensaje de Navidad? El canto navideño Adeste fideles dice: «A quien así nos ama ¿quién no le amará?». Se pueden hacer muchas cosas para celebrar la Navidad, pero lo más verdadero y profundo se nos sugiere de estas palabras. Un pensamiento sincero de gratitud, de conmoción y de amor por quien vino a habitar entre nosotros, es el don más exquisito que podemos llevar al Niño Jesús, el adorno más bello en torno a su pesebre.
Para ser sincero, además, el amor necesita traducirse en gestos concretos. El más sencillo y universal –cuando es limpio e inocente- es el beso. Demos por lo tanto un beso a Jesús, como se desea hacer con todos los niños recién nacidos. Pero no nos contentemos con darlo sólo a la imagen de yeso o de porcelana; démoslo a un Jesús Niño de carne y hueso. Démoslo a un pobre, a alguien que sufre, ¡y se lo habremos dado a Él! Dar un beso, en este sentido, significa dar una ayuda concreta, pero también una buena palabra, aliento, una visita, una sonrisa, y a veces, ¿por qué no?, un beso de verdad. Son las luces más bellas que podemos encender en nuestro belén.
Raniero Cantalamessa Ofmcap.
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