Nosotros, los miembros de la Iglesia militante aquí en la tierra, estamos implicados en un combate continuo. Estamos comprometidos en una batalla contra Satanás de quien Jesús dijo: “Desde el comienzo él fue homicida”, “y padre de la mentira” (Juan 8, 44).
El Papa Juan Pablo II, durante su visita al Santuario de San Miguel Arcángel el 24 de mayo de 1987, declaró: “La batalla contra el diablo se sigue luchando hoy porque el diablo sigue estando activo en el mundo.” El Catecismo de la Iglesia Católica, nº 409 afirma, “A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor.” El Papa Benedicto XVI observa: “Digan lo que digan los teólogos con menos criterio, el diablo, en lo que respecta a la creencia cristiana, es una persona desconcertante pero real y no meramente una presencia simbólica.” Satanás y sus demonios desencadenan su ataque en el pueblo de Dios de diversas maneras. Su meta es infligir la muerte eterna en el alma humana, decisivamente, en última instancia. Jesús dice en Juan 10, 10: Satanás “no viene sino para robar, matar y destruir. Pero Yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia.” El maligno ataca la mente de la persona, porque sabe que quien quiera que controle la mente de la persona controla a esa persona. La mente es un campo de batalla donde se libra el combate espiritual. También ataca el corazón y la conciencia de la persona, que son también campos de batalla para el combate espiritual, para disminuir la autoestima y dignidad de la persona como criatura preciosa de Dios. El enemigo apunta a la voluntad porque sabe que una vez que controle la voluntad de la persona, es fácil para él separar a esa persona de Dios. Satanás ataca el cuerpo de una persona ya que está hecho a imagen y semejanza de Dios. él es el autor del sufrimiento, la enfermedad y la muerte.
Durante una velada de sanación que tuve el privilegio de dirigir recientemente en Long Island, Nueva York, oré por una mujer joven que estaba atormentada por espíritus malignos con miedo y una depresión crónica, y tendencias suicidas. La mujer cayó hacia atrás en el suelo mientras oraba por ella. Pocos minutos después, su cuerpo comenzó a moverse alejándose de los pies del altar, como si fuera arrastrado por fuerzas invisibles, hacia la entrada de la iglesia. Ordené a esas fuerzas en el Nombre y por la sangre de Jesús, que dejaran de arrastrar su cuerpo por el pasillo. Su cuerpo se detuvo a mitad de camino entre el altar y la entrada de la iglesia. Después de recitar oraciones de sanación y liberación sobre ella, se sintió mucho mejor y muy en paz.
Jesús dice: “Os he dado poder de caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañaros” (Lc 10, 19). San Pablo, habiendo utilizado y experimentado este poder del Señor, escribe: “Porque aunque vivimos en la carne, no combatimos con medios carnales. No, las armas de nuestro combate no son carnales, pero, por la fuerza de Dios, son suficientemente poderosas para derribar fortalezas” (2 Cor 10, 3-4). San Pablo, en su deseo de impartir sobre los efesios los modos de defenderse contra los ataques del enemigo, escribió sus instrucciones en Ef 6, 11-17, “Revestíos con la armadura de Dios, para que podáis resistir las insidias del demonio. Porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio. Por lo tanto, tomad la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y manteneos firmes después de haber superado todos los obstáculos. Permaneced de pie, ceñidos con el cinturón de la verdad y vistiendo la justicia como coraza. Calzad en vuestros pies con el celo para propagar la Buena Noticia de la paz. Tened siempre en la mano el escudo de la fe, con el que podréis apagar todas las flechas encendidas del Maligno. Tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios.”
La descripción de la armadura de Dios escrita por San Pablo está basada en el libro de Isaías 59, 17: “él se puso la justicia por coraza y sobre su cabeza, el casco de la salvación; se vistió con la ropa de la venganza y se envolvió con el manto del celo.” Esta profecía es sobre el Mesías. Por lo tanto, podemos concluir que la armadura de Dios es Jesucristo mismo. Ponerse toda la armadura de Dios es de suma importancia, porque, según San Pedro: “vuestro enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar.” (1 Pe 5, 8-9).
San Pablo utiliza imágenes de los soldados romanos para describir en detalle cada parte específica, y cada pieza de la armadura, que representa los diferentes aspectos de la preparación espiritual que nos ayudarán en nuestra lucha contra los principados y potestades. Toda la armadura es en efecto un arma muy poderosa contra los enemigos de nuestra alma si la utilizamos bajo la dirección y poder del Espíritu Santo. “Ceñidos con el cinturón de la verdad” significa que nuestra lucha debe estar anclada en la verdad que es Jesucristo; “vistiendo la justicia como coraza”, se refiere a la justicia que sólo emana de una relación estrecha con Jesús; “los zapatos de paz”, es la victoria de Cristo que nos da pasos seguros y firmes mientras combatimos al diablo; “el escudo de la fe”, significa nuestra fe en Jesucristo y que Su sacrificio expiatorio en la Cruz, en el Calvario, nos escudan y protegen contra las flechas encendidas del maligno; “el yelmo de la salvación”, se refiere a la completa liberación, en Jesucristo, de todos los aspectos oscuros en nuestra vida si le permitimos a él que nos libere; “la espada del Espíritu” representa la Palabra de Dios, según San Pablo. Cuando fue tentado por Satanás en el desierto, Jesús utilizó la Palabra de Dios para repudiarle.
Por fe, tenemos que llevar la armadura completa de Dios todos los días, porque es la fuente de nuestra fuerza y protección. Mientras nos revestimos con esta armadura poderosa, que tiene una naturaleza tanto ofensiva como defensiva, deberíamos recordar que Satanás ya ha sido un enemigo derrotado. Jesús ya ha ganado la batalla por nosotros. él dice: “Al vencedor lo haré sentar conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono.” (Ap 3, 21).
Verdaderamente, “salimos vencedores, gracias a aquel que nos amó.” (Rom 8, 37).
fuente: Comisión Doctrinal del ICCRs
Boletin año 2011
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