A todos nos gusta buscar cómo justificar nuestra impaciencia...
La paciencia cristiana tiene dos enemigos: nuestros propios vicios y los demonios que vienen de afuera.
En primer lugar están nuestras pasiones, nuestros vicios. Entre estos debemos señalar, principalmente, a la irascibilidad, el enojo, el orgullo, el amor propio, la ira, la furia, el odio y otras cosas semejantes.
¿Hay alguno de ellos en nuestro interior? “¡No, claro que no!”, pensarán muchos. Casi todos nos engañamos cuando nos evaluamos a nosotros mismos. Debido a que no nos conocemos suficientemente, solemos examinarnos con indulgencia. Nos consideramos a nosotros mismos sensibles y pacientes, amables y serviciales, caritativos y compasivos. Es verdad que podemos serlo, y muchas veces lo somos, en condiciones normales. Pero si cambian nuestras relaciones con los demás, si somos insultados, ofendidos o señalados injustamente, inmediatamente nos transformamos. Impulsos desconocidos emergen en nosotros, llevándonos a encendernos y enfadarnos, haciendo que toda nuestra amabilidad se evapore bruscamente.
¿Quién nos saca del terreno de la afabilidad? ¿Quién nos hace impacientes? ¿Las malas personas que nos rodean? ¿Su ingrato comportamiento hacia nosotros? ¿Sus caracteres tan imperfectos? ¿Las duras circunstancias de la vida? ¡No! Lo cierto es que a todos nos gusta buscar cómo justificar nuestra impaciencia...
¿Pero qué clase de paciencia es esa que no se irrita si no hay factores irritantes? Esa es una paciencia engañosa. El verdadero estado virtuoso de los pacientes se manifiesta en los embates de los enemigos, y no cuando todo está tranquilo y sereno.
No es algo externo lo que provoca que en nosotros se manifieste la impaciencia, sino la misma impaciencia que subyace en nuestro corazón, como una fiera salvaje que se esconde en su guarida y que sale inmediatamente si la provocamos. La irritación es consecuencia de nuestra debilidad, una enfermedad enraizada en nuestra naturaleza de pecadores.
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