Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: "En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: 'Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario'. Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: 'Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme'". Y el Señor dijo: "Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?".
RESONAR DE LA PALABRAFernando Torres Pérez, cmf
El sentido de lo que es justo o injusto parece que está inscrito en nuestro corazón. Es algo que se sitúa más allá de las leyes y más allá de los jueces. Los jueces generalmente no hacen más que aplicar las leyes escritas. Pero nosotros sabemos que, demasiadas veces, las leyes escritas no son justas. Y su aplicación no realiza la justicia sino la injusticia porque sirven a los intereses de unos pocos. Son muchas veces las que nos sale del alma decir “No es justo”, “No hay derecho”.
Sin duda que Jesús tuvo una experiencia parecida. Quizá incluso más que nosotros porque en aquellos tiempos los poderosos estaban todavía menos sujetos por las leyes que en los tiempos actuales y eso de la democracia brillaba más bien por su ausencia. La pobreza era rampante y la opresión de los ricos y poderosos estaba al orden del día. Aquel mundo se parecía, más incluso que el nuestro, a un “sálvese quien pueda”. Jesús, casi con toda seguridad, siendo de la pobre y marginal Galilea, siendo un artesano que pertenecía a la clase baja, tuvo que experimentar la arbitrariedad con que gobernaban los poderosos, tanto los romanos como los judíos de clase alta. Vio y padeció la injusticia, en sus propias carnes y en las de sus amigos, familiares y conciudadanos.
Pero su confianza en Dios, en su Padre, en su “Abbá”, iba más allá de toda duda. Mucho más allá, por supuesto, de lo que era su experiencia de vida. Quizá fue esa misma experiencia de la injusticia lo que le hizo confiar más aún en Dios. ¡No era posible que el Padre dejase abandonados a sus hijos e hijas! Si así fuese, si los dejase tirados y abandonados a la vera del camino, no habría que llamarle Padre ni Dios ni nada parecido. Dios, por serlo, tiene que estar necesariamente del lado de los que sufren, de los que padecen injusticia, de los que les ha tocado la peor suerte en este mundo. Las Bienaventuranzas –conviene leerlas de vez en cuando– van de eso precisamente, de que Dios no va a dejar a sus hijos tirados. No es cuestión de recordar aquí las muchas parábolas y abundantes milagros de Jesús en los que se ejemplifica la realidad del Dios que salva, levanta, integra y hace justicia a los que sufren injustamente. Desde la parábola del buen samaritano hasta el milagro del ciego de nacimiento, sentado y abandonado a la vera del camino.
Mantengamos esta fe. Nuestro Dios es así, justo por que sí. Aunque a veces nos parezca que su justicia es muy lenta, que nos ha abandonado, que no nos hace caso. Él es nuestra única esperanza. Y la fuerza y motivación y gracia y amor necesarios para seguir luchando, para mantener bien alta la cabeza y gritar a los poderosos: “No hay derecho” y dar la mano al que sufre para levantarlo. Como haría Jesús.
fuente Ciudad Redonda - noviembre 2015
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